11.3.23

A LA UNIVERSIDAD I (AUTOBIOGRAFÍA 10)


Título de Bachillerato Superior (1978)


 
Durante la mili culminé mis estudios de bachillerato, incluso presentándome a la Reválida entonces vigente, en la que obtuve el título de Bachiller Superior (por cierto mucho más grande que el posterior de Licenciado Universitario, que mi madre conservó y aun tengo). También aprobé la Selectividad: transcurría 1979; así que me matriculé en el turno de tarde (seguía trabajando en la oficina) de la Facultad de Filosofía y Letras, Sección de Geografía e Historia, que era lo que me gustaba, a pesar de muchos consejos de amigas que me lo desaconsejaban porque “no tenía salidas”. 


En el despacho donde trabajaba habíamos conseguido la jornada intensiva: de 8 a 15 horas, lo que me permitía asistir a la UCO por la tarde. Allí conocí a un puñado de buenos amigos en mi misma situación. La mayoría eran maestros, mayores que yo, que trabajaban por la mañana y luego aumentaban sus estudios por la tarde. Éramos un grupo pequeño -entre 20 y 25- y bien avenido que recibíamos las clases en el Aula IV de la facultad. Cuando alguien no podía asistir nos pasábamos los apuntes sin problema, pues el ambiente era de absoluta camaradería, ausente de cualquier tipo de competitividad. En esos primeros años se gestó la fuerte amistad con Antonino del Moral, maestro en La Guijarrosa, aunque nacido y residente en Santaella. Y también con Eladio Guijarro, José M. Soto (sanitario) y Diego Sáez


Entre nuestro profesorado se encontraban Manuel de la Fuente Lombo (Prehistoria), Bartolomé Valle Buenestado (Geografía), el cual fumaba bastante por aquellos años -naturalmente-en clase, Gloria Santos  (Filosofía), D. Pedro Palop (Latín) y J. F. Rodríguez Neila  (Historia Antigua) y sus profesores de “Prácticas”: Rafael Portillo y Alejandro Ibáñez quien años después se convertiría en el Arqueólogo Provincial de Córdoba y que, en una excursión informal, nos llevó a visitar el Museo Arqueológico de Jaén, el más importante en Arte de los Íberos.


Esos profesores fueron los que me marcaron durante el primer curso. D. Pedro Palop por su erudición y amable trato; era con mucho el más mayor de aquel plantel de jóvenes profesores. Nos trataba respetuosamente y sus clases resultaban muy amenas, pues con su sabiduría, empezaba hablando de la tercera declinación y lo iba enlazando hasta llegar a las propiedades de los anillos de Saturno… o el tema de como debía pronunciarse el genitivo de la primera declinación -ae (puella-ae, rosa-ae) y nos contaba que había acudido a un congreso internacional de latinistas en el mar Negro y que fue imposible ponerse de acuerdo en esa y otras cuestiones parecidas, confesándonos que -aunque el congreso era en latín- a menudo no se entendían entre ellos. En fin, el copieteo funcionaba a tutiplén en los escasos exámenes, dado su carácter bondadoso y confiado; hasta el punto de que en uno de ellos inopinadamente entró un bedel y le advirtió:  “!Don Pedro, que aquí están copiando!” y él le quitó importancia preguntándonos ¿Alguien está copiando? A lo que naturalmente contestamos que no -al igual que las mujeres barbudas asistentes a una lapidación en la cómica película La vida de Bryan- pero es que las traducciones y respuestas a las cuestiones ya habían llegado a la última fila, proporcionadas por nuestro compañero Estanis, maestro navarro abierto y generoso aunque muy formal, el cual  había sido cura o fraile y dominaba la lengua del Lacio. 


La profesora de Filosofía también nos gustaba mucho por su método didáctico y sus innovadores exámenes: cuarenta y ocho horas antes de los mismos publicaba en el tablón de anuncios de su departamento dos cuestiones  a elegir. Aunque también daba la posibilidad del examen tradicional. La mayoría elegimos la opción “facilona” por evitar el examen memorístico tradicional. Pues bien, la opción “fácil” se convirtió en una pesadilla que duró 48 horas por su transversalidad. Yo elegí el tema “El problema del hombre: de Protágoras a Platón” o algo así. La evaluación se completaba con lecturas y comentarios de textos filosóficos que debíamos reseñar individualmente y luego debatir con ella en su despacho. Dijo que yo “hilaba muy fino”, lo cual fue una alegría para mí pues me consideraba un alumno mediocre o raso.  Para aprobar la asignatura también había que entregar una memoria crítica del curso que, con el paso del tiempo -siendo ya docente- apliqué a mis alumnos de bachillerato aunque de forma simplificada (una encuesta), pues me di cuenta de que se trataba de una autoevaluación, algo ahora muy de moda pero que esta profesora ya practicaba entre 1979 y 1981, periodo en que me dio clase.


Algo parecido me ocurrió con Manuel de la Fuente Lombo, el profesor de Prehistoria, en los exámenes de esa materia. No recuerdo bien cómo estaban formuladas las preguntas, pero una de ellas fue sobre “La Revolución Neolítica” y otra sobre el viaje de Darwin en el Beagle. El comentario del profesor al respecto fue “brillante”; un nuevo chapuzón de autoestima.


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