Comenzamos el viaje saliendo de Córdoba a las 12:30. Para
comer habíamos quedado con otros amigos en el restaurante Caserío de San Benito, cerca ya de Antequera y de
nuestro punto de destino: el hotel El
Capricho. Comida excelente a buen precio y en un ambiente acogedor junto a su
enorme chimenea.
Tras la comida emprendimos el camino hacia nuestro
alojamiento, dónde pernoctaríamos dos noches. La habitación que me adjudicaron
estaba adaptada para personas con movilidad reducida como es mi caso; el cuarto
de baño tenía un plato de ducha enorme, sin rebordes y con una silla ad hoc.
Todo muy confortable.
Los restantes miembros de la expedición fueron llegando
escalonadamente a lo largo de la tarde, para juntarnos todos a la hora de la
cena que resultó sustanciosa y reconfortante. Tras ella el organizador de estas
excursiones, Manolo Morales, nos obsequió a cada uno con un chubasquero con el
logo del GR-7 en previsión de las posibles lluvias que, por suerte o desgracia,
no se produjeron. Esperemos poder utilizarlo en próximos viajes. Sí que hizo
mucho frío, pero íbamos suficientemente equipados para hacerle frente ya que
estábamos avisados.
A la mañana siguiente (2 de diciembre) iniciamos los itinerarios en dos grupos diferenciados en función de nuestras capacidades de movilidad: el primero, y mayoritario, para emprender otra etapa del GR-7, y nosotros para recorrer el cauce del arroyo Marín. A tal efecto alquilé un potente “scooter” que me permitió recorrerlo sin problema. Y lo hice a la empresa ADAPTA-te que me lo llevaron al hotel la tarde anterior y me explicaron su funcionamiento.
Así que, junto a Pilar Ortega, Charo, Joaquín y Eladio,
emprendimos el sendero acompañados por Arancha y Cándido, nuestros excelentes
guías de la empresa PINDONGOS quienes nos fueron explicando diversos aspectos
de la zona muy instructivos. Fue una mañana fría y neblinosa en la que solo
pudimos disfrutar del sol ya casi a mediodía, pero el sendero merecía la pena.
Un paisaje en el que el verde de la vegetación perennifolia contrastaba con el
amarillo de los árboles de hoja caduca y la bruma que atenuaba u orlaba
peñascos y montañas. Además el arroyo portaba agua, si bien escasa.
Una vez terminado el recorrido, de ida y vuelta, subimos a la furgoneta para dirigirnos al punto de encuentro con el otro grupo, para tomar conjuntamente el picnic de almuerzo en el Hotel Las Pedrizas. Entonces se había despejado el cielo pero el frío arreciaba, acentuado por el fuerte viento. Tras ello nos dirigimos a visitar Archidona. Desde lejos vimos su monumental Alcazaba, pues no quedaban suficientes fuerzas para subir su empinadas y prolongadas cuestas. Jesús -el otro guía- nos explicó cosas de la localidad, entre ellas -¡no podía faltar!- el asunto de su cipote, episodio que tuvo mucha repercusión gracias al libro de Camilo José Cela y posterior película. Alguien sugirió que se podía erigir un monumento a tan priápico miembro y su gesta. Proseguimos callejeando y llegamos a un convento de las Monjas Mínimas, de clausura, en el que -a la vuelta y torno de por medio- adquirimos dulces artesanales elaborados por las enclaustradas. Yo compré dos “Peces de Navidad”, grandes piezas de mazapán con esa forma. Tras ello continuamos hacia la bella plaza ochavada que encontramos muy animada, y ruidosa por las celebraciones navideñas. En ella visitamos un restaurante con cuevas excavadas en la roca (al parecer una antigua iglesia rupestre). Después nos dirigimos al monumental edificio que alberga al instituto Barahona de Soto, distinguido escritor del siglo XVI al que yo tenía por egabrense pero que era lucentino. Retornamos a de noche y pudimos disfrutar de la bella estampa de la alcazaba iluminada y una gigantesca estrella de luces artificiales en uno de sus extremos que le hacían parecer como un cometa: la Estrella de Belén. Luego retornamos al hotel para descansar de la larga e intensa jornada y posteriormente tomar la opípara y reconfortante cena caliente.
El domingo 3 amaneció con una fuerte escarcha que blanqueaba
cultivos, hierbas y tierra porque habíamos llegado a los dos grados de
temperatura mínima. La niebla era más suave que el día anterior.
De allí partimos hacia nuestro punto de salida para
descargar el scooter y soltar el remolque que lo transportó. Allí nos
esperaba la furgoneta que se lo llevaría, pues ya expiraba nuestro periplo por
la zona. Los demás regresaron a Villanueva del Trabuco , donde estaba prevista
la confluencia de los dos grupos antes de la comida en el hotel. Yo preferí
quedarme en éste y aproveché para tomar el sol en su terraza. Allí me abordó M.
Casado, miembro del grupo, pero al que no conocía personalmente pero del que
había oído hablar; y allí estuvimos charlando hasta que regresaron los
expedicionarios para la comida final (a la que felizmente acudió nuestro amigo Fernando de Antequera) antes de las despedidas y partida a
nuestros hogares.
¡Hasta otra!
N.B. 1. En el Trabuco
inquirimos a Cándido, lugareño y nuestro guía, acerca del origen del nombre del
pueblo. Nos informó que había dos versiones al respecto; la primera, más
castiza y serrana por ser zona de bandoleros y encrucijada de caminos, afirma
que existía una venta en la que el dueño se apostaba en su puerta con un
trabuco -a modo de “securata” actual- para distinguir si los huéspedes que
llegaban eran gente de fiar. La otra, más histórica y menos romántica, defiende
que el nombre procede de la palabra de origen francés “trebuchet”, castellaniza
“trabuco” o trabuquete, una máquina de guerra similar a una catapulta, que
utilizaron allí los ejércitos de Fernando el Católico durante la conquista
cristiana del Reino Nazarí a finales del siglo XV. En cualquier caso lo cierto
es que recientemente se colocó en el centro de la villa una escultura con un
trabuco.
N.B. 2. Durante la comida y hablando de vinos (porque Felipe
se había llevado el de pitarra y lo ofreció para degustar a los comensales)
Jesús, el otro guía, nos dijo que solo había tres vinos malos. Pero esa es otra
historia. Jocosa historia.