15.12.22

AUTOBIOGRAFÍA 7 (y del trabajo al Instituto)



Mural del Banco Coca. Fotografía tomada del blog Córdoba por siempre  procedente del IAPH


En el verano de 1971 fui también a hacer prácticas mecanográficas en la gestoría de Salvador Morales Moret, sita por entonces en el nº 25 (hoy 27) de entonces, llamada avenida del Generalísimo (ahora felizmente Ronda de los Tejares). Era el edificio construido por Rafael de La-Hoz donde estaba el Banco Coca (ya desaparecido, como su decoración metálica obra de Tomás Egea) y está Cortefiel. Fue por intermediación de mi primo hermano Rafa Arias, que trabajaba allí. Yo escribía a máquina documentos de la gestoría, perfeccionando mi mecanografía aunque sin cobrar nada. Eso sí -al igual que en la platería- el jefe nos invitaba a una cerveza y un bocadillo de calamares cada sábado al terminar la jornada. 


Un día, estando en la gestoría, llegó por allí el que sería mi nuevo jefe: el graduado social Andrés López, amigo de la casa, quien buscaba un botones mecanógrafo para su bufete; me recomendaron. Al instante Andrés López me puso a prueba con la escritura a máquina; le gustó el resultado y me contrató ipso facto. De modo que empecé a trabajar ya con sueldo; concretamente 1.572 pesetas al mes. Yo tenía 14 años, o sea, estaba en edad laboral en aquella época. Una tarde el nuevo jefe cito a mi padre para cerciorarse de mi buena condición. Al año siguiente me dio de alta en la Seguridad Social. Dadas las circunstancias debí continuar mis estudios de bachillerato en el nocturno en el Instituto Séneca; allí asistí a las clases que se impartían de 20 a 23 horas sábados incluidos.


Mi jornada laboral comenzaba rellenando el botijo para los empleados y continuaba recorriendo las calles de Córdoba, para cobrar los recibos mensuales a las empresas clientes del despacho; siempre a pie, cosa que me permitió conocer a fondo el callejero de Córdoba, desde El Brillante a Levante -cuando no existían la avenida Carlos III ni Fátima y, por supuesto, me pateaba el centro de la ciudad. En las primeras semanas me acompañaba Manolo, que tenía dos años más que yo y era sobrino de dos de los socios de la asesoría. A Manolo mi llegada le supuso el ascenso de botones a auxiliar administrativo. Siempre mantuve una relación cordial con él; incluso muchos años después lo encontré de celador en el Hospital Reina Sofía y me facilitó la entrada a deshoras para visitar a un familiar allí ingresado.


10.12.22

VERSOS MUTANTES




Un soneto me manda hacer…


En fin, el amigo Carlos Domingo me pide que le dé mi opinión sobre su último poemario Versos mutantes, a cuya reciente presentación musicada no pude acudir. 


No; no quiere que le diga que “está bien”, “es bonito”, etc. Quiere que me defina, que califique más precisamente esta su obra. O que la desmenuce, tal vez…


Y me encuentro con el problema de que no soy gran lector de poesía moderna, actual. Me quedé en Quevedo o Bécquer y -como mucho- en Machado o Lorca. Y en la paradoja de tener que replicarle a través de las NN.TT., la cuales no me parecen muy de su agrado a tenor de lo que deja entrever en sus versos y que yo intuía. Tal vez este escrito le llegue a través de su amor sin rostro al que con frecuencia se refiere: “Saberme tú, sentirme tú…


“Versos mutantes”, como mutante es la vida, hoy acelerada por los inventos recientes, aunque siempre vida cambiante: como las nubes, el fuego o sus pavesas; como la vegetación o el paisaje; siempre el cambio al que nos tenemos que someter y resignar aun en la vejez. Cambios, instantes, fotos congeladas que nos hacen rememorar tiempos pasados, quizás más felices pero sin retorno posible, como la corriente de un río, “el río que nos lleva”.


Alegato a favor  de la intromisión de bosque (fragmento de uno de los poemas)


Pero el autor no se muestra demasiado nostálgico. Apunta a lo que vive, a lo que estamos viviendo, certeramente, con bellas imágenes y metáforas; con un lenguaje actual pero muy poético, cálido, amigable y objetivo a pesar de la introspección y el intimismo continuos en sus poemas que, sin embargo, aluden a vivencias universales de la criatura humana. 


Lo he leído despacio, como creo se debe leer la poesía e incluso con la suerte de que muchas evocaciones del libro se han reproducido estos días mientras lo leía: la lluvia, las mandarinas, los narcisos de enero -promesa de una próxima primavera, al igual que los árboles que estos días se desnudan pero que pronto sus ramas albergarán decenas de brotes en su espera invernal. Esperanza, al fin. Cambio. Mutación.


Y el amor a la Naturaleza: los bosques, flores, piedras, el paisaje agreste… Gusto y celebración de ella que desde hace años compartimos y que -en gran medida- reforzó nuestra amistad que no ha mutado.


La edición muy cuidada y el autor saber medir magníficamente los tempos de su escritura.


 Borrador del manuscrito de mi reseña


N. B.: los nombres en negrita aluden a títulos o contenido de poemas en este libro. 




21.11.22

Arquitectura Moderna en Córdoba (siglo XX)


Cine Góngora


Estoy llevando a cabo una recopilación de mis fotografías de edificios de Córdoba levantados en el siglo XX. Van desde el historicismo de las primeras décadas del siglo, pasando por el Modernismo, el Regionalismo y llegar hasta llegar al Racionalismo arquitectónicos. Algunos de estos edificios son poco conocidos, o pasan desapercibidos, pero considero que son hitos históricos o simplemente emblemáticos. Esta labor comenzó a mediados de los años '80 de la mano del amigo Paco García Verdugo (DEP) que preparaba su tesis sobre el urbanismo cordobés. Luego continuó interesándome gracias a una charla del joven arquitecto cordobés Álvaro Carnicero para, finalmente, espoleado por tener que impartir la nueva asignatura de Patrimonio Histórico en el IES Medina Azahara, provocó el que me interesase por los BICs (Bienes de Interés Cultural) en el entorno del Centro, donde vivía el alumnado, con el que hice alguna excursión descubriendo que estaban (estábamos) rodeados de este tipo de bienes de valor y origen desconocidos, en los que algunos residían.
Se trata de un trabajo que está "en construcción", es decir, en proceso hasta irlo concluyendo. Por ello agradecería la colaboración de ustedes con sugerencias, información y cualquier tipo de aportación. De momento ya he subido muchas fotos a las que voy añadiendo información y geolocalización.

Caja Provincial de Ahorros de Córdoba


Más fotos: AQUÍ


2.11.22

AUTOBIOGRAFÍA VI (Del instituto al trabajo)


Como mis resultado académicos seguían en declive, decidí ponerme a trabajar, pues mi familia, compuesta por seis miembros, sustentados por el único sueldo de carpintero de mi padre no anda muy allá de recursos y yo quería trabajar en vista de los frustrantes resultados de mis notas. Y como mis padres me habían pagado un curso de mecanografía en una academia que había en la calle Custodio, por el Pozanco decidí buscar trabajo en este oficio. Y antes había trabajado en las vacaciones de verano, primero como aprendiz de fotógrafo sin cobrar nada y al año siguiente también como aprendiz en una platería ubicada en la calle Ángel María de Barcia. Allí cobraba 200 pesetas a la semana y trabajábamos 10 horas diarias en jornada partida. Los sábados a mediodía el jefe, Moisés, nos invitaba a un bocata y una cerveza en un bar cercano.

En la platería sufrí dos “traspiés”. El primero como yo era el aprendiz me gastaron la broma del blanquimento: una cazuela hirviendo con ese líquido en que se echaban las piezas de oro para quitarles el color negro tras su soldadura; y es que éramos “sacadores de fuego”; es decir, el último paso de la elaboración de joyas (anillos y pendientes) antes de que pasasen a otro taller de pulidoras en que acababa el proceso. Pues bien, uno de los primeros días de este mi trabajo, me dijeron que sacase con las manos las piezas de la dichosa cazuela de blanquimento, y claro, me quemé los dedos porque el líquido estaba muy caliente. Todos rieron y me tomé la chanza como una especie de “rito de paso”; además que entonces era corriente reírse de los aprendices. Los dedos se me quedaron un tanto chamuscados. Aprendí la lección y desde entonces comprobaba la temperatura del líquido antes de meter la mano…


El otro incidente en la platería fue causado por un error mío. Y es que al final de la jornada había que limpiar la mesa de trabajo y su cajón recubierto de zinc o plomo, para recoger los pizquitos del preciado metal resultado del lijado tras su soldadura. El asunto era importante, ya que lo recogido (incluido el paño de limpieza)  se echaba en una gran orza en la que iba a desaguar el lavabo donde acababa  el agua del obligado lavado de manos tras cada sesión de trabajo; de modo que en el fondo de la orza se iban acumulando todas esa rebabas y, cuando estaba llena de agua se filtraba y los posos se fundían y el dueño obtenía unos granillos de oro para su beneficio. En fin, y yendo al grano del incidente: consistió  en que me equivoqué  al coger el bote para hacer la susodicha limpieza y en vez del de petróleo cogí el de ácido. Menos mal que el trapo empezó a deshacerse enseguida y mis manos quedaron intactas. 


Otra de mis labores, la mejor, consistía en llevar los pequeños lingotes de oro a talleres que estaban por la Magdalena donde, por medio de máquinas con dos rodillos los iban, poco a poco, convirtiendo en hilos de oro de distinto calibre. 



Máquina laminadora manual.






18.10.22

Luna (nuestra perrita) se ha ido.





Mal día (10-10-2022): nos ha abandonado Luna, nuestra Luni. Nos ha acompañado durante 18 años, desde que era una cachorra que arrastraba las patas traseras. Era vivaz, cariñosa, pero feroz con otros perros incluso mucho más grandes que ella cuando la sacábamos a la calle. Y cuando salíamos sin ella y volvíamos a casa nos recibía con ladridos de alegría moviendo el rabo. Nos ha dado muchos gratos momentos y ha compartido nuestra cama y comida. Echaremos de menos su presencia, su cariño y lealtad. Echaré de menos cuando, por la mañana, me rascaba con su patita para que le acariciase.

La llevé varias veces de senderismo para que anduviese libre: en una de esas ocasiones fui en coche hasta Adamuz para visitar los Montes Comunales; allí recogí a un antiguo alumno que actuaría de guía por aquellos parajes tan interesantes como desconocidos y le vomitó en las piernas, pues lo de ir en coche le sentaba muy mal, a pesar de la biodramina que le proporcionábamos en esas ocasiones.
Dice el escritor alemán E. Jünguer que prefería los gatos a los perros, porque éstos, por su fidelidad, resultan serviles, mientras los gatos son independientes, aristocráticos, hasta el punto de que un gato te tiene a ti, pero eres tú quien tienes a un perro. Naturalmente no estoy de acuerdo con él en este asunto.
Extrañaremos sus pelos por la casa, como decía
Kiko Veneno
en una canción referida a una persona. Nos queda el consuelo de seguir contanto con la presencia de Pichi, el bodeguero galguillo que Elena sacó de una protectora de animales condenado al sacrifcio; había sido maltratado por sus dueños y venía con numerosas heridas ya curadas, aunque su trauma no ha desaparecido totalmente y hay habitaciones a las que, después de 3 años con nosotros, no se atreve a entrar. Igual que se retrae cuando está comiendo y pasamos cerca.
A Luna la echaremos mucho de menos.
En fin, otro trozo de nuestra vida que se nos va; como ocurre cuando muere cualquier ser querido, sea humano o animal; o, en menor grado, cuando se nos seca una planta que nos ha acompañado mucho tiempo...



7.10.22

AUTOBIOGRAFÍA V (En el instituto)



Así que el otoño de 1968 me incorporé al Instituto Séneca en su Sección Delegada con entrada por la calle Nueva, mientras terminaban las obras de su nueva sede al pie del Parque Cruz Conde. Entonces el edificio era compartido con el instituto de niñas que hoy es el Instituto Góngora; pero no nos mezclábamos pues ellas ocupaban unas plantas y lo varones otras, con pasillos tapiados para impedir la mezcla. De modo que solo nos veíamos por las ventanas de las aulas cuando ellas recorrían los pasillos o bien hacían gimnasia en “puchos” en el patio del recreo.


En mi clase coincidí con otros muchachos con los que, ya adulto, me volví a encontrar como M. Zurita, R. Montilla o A. Prieto. Yo era tímido y poco amante de la violencia aunque, a mi pesar, sufrí dos envites que no pude evitar. El primero porque un alumno de mi clase (Velasco) se mofó de mí por un fallo en la clase de Francés, le respondí  por lo bajini y me retó para la salida del instituto; traté de evitar el enfrentamiento pero él se empeñó; resultado: le dí un puñetazo que le puso un ojo morado. La otra refriega, más menos por los mismos motivos, tuvo lugar con otro compañero de clase: R.C. Padilla, luego famoso locutor de radio cordobés. Nada grave, cosas normales de chicos a lo que hoy llaman bullying


Si bien en 1º y 2º de Bachillerato me fue bien con las notas, en 3º, ya en el nuevo edificio cercano al Parque Cruz Conde, el resultado fue catastrófico con cuatro suspensos en los que destacaban las Matemáticas y el Latín. Ya en 4º la cosa mejoró un poco en septiembre cuando recuperé asignaturas pendientes; corría el año 1973. En 5º curso siguió la tónica descendente, a pesar de que obtuve el título de Bachillerato Elemental.


Notas 4º curso


En aquellos años en el nuevo edificio conocí  nuevos compañeros y amigos. En el recreo, tras comernos el bocadillo, jugaba con uno al ping-pong sobre la superficie de cemento de los bancos, en los que trazábamos una línea en su centro para delimitar los campos de juego; lo hacíamos con un trozo de tiza, un tejo cerámico o una piedra; y nada de raquetas, sino con las manos, como los pelotaris vascos. A este amigo que creo se llamaba J. Manuel, lo encontré años después regentando un puesto de arropías*  en la avenida de La Viñuela y -años después- como médico de cabecera de la Seguridad Social; pero no se acordaba mí. Y es que tengo buena memoria fotográfica.


Por esa época, en la que no andábamos en la abundancia, muchos alumnos hacíamos autostop en la parada de autobús de Vallellano más cercana al instituto y un día atropellaron a un chico de nuestra edad cuando lo practicaba. Muchos acudimos a su entierro en el cementerio de San Rafael, a pesar de que la mayoría no lo conocíamos de nada. Al día siguiente al sepelio recibimos una fuerte reprimenda por parte de los profesores para que evitásemos esa práctica.



*Arropías: Es como entonces se conocía a lo que hoy llamamos "puesto de chucherías".


25.3.22

AUTOBIOGRAFÍA IV (Memorias de un niño probre)




En el colegio Alcalde Pedro Barbudo algunos maestros nos colocaban cada día jerárquicamente: el que acertaba preguntas avanzaba su puesto en las mesas. Yo casi siempre estaba en el segundo o tercer puesto ya que, Manolín Iglesias (hijo del por entonces director de la Biblioteca Provincial) y un chico del Zumbacón (Enrique) me superaban con creces en conocimientos y habilidades. Un día fatídico me vi desplazado hasta el último puesto y rompí en lágrimas. Todo se debió a que la tarde anterior había ido al campo con mi padre y no había preparado bien la lección de catecismo.


En ese colegio, cada año, se celebraban dos actividades religiosas: en mayo el mes de la Virgen María y en los días previos a Navidad un Belén viviente. En la primera de ellas  se colocaba una imagen a la que ofrecíamos cánticos y  flores; recuerdo especialmente las rosas y, sobre todo, las celindas y su fragancia. En el Belén viviente yo actuaba de pastorcillo, con un chaleco de piel de jabalí confeccionada por mi madre así como un gorro peludo de un animal que he olvidado (vengo de familia de curtidores y zapateros). Me llamaba la atención el que, con frecuencia, al final de la sesión diaria, algunos niños se comían las frías migas del perol. Pero es que éramos “probes”. Aquel belén me ocasionó problemas a raíz de un inocente comentario mío: una de las niñas actuantes iba vestida a la morisca, con los bordes de su vestido decorados con marchamos de embutidos (chorizos, salchichones…) similares a monedas de oro. Y es que la llamé “choriza”, cuando esta palabra no tenía la connotación negativa actual. Y, para más “inri”, era hija de doña Pilar, una de las maestras del colegio. Así que me volvió a caer una nueva reprimenda de la directora y la madre de la interfecta; además de la de mis padres. Otra vez me acharé…


Allí pude formar parte de una banda  de música recién creada dirigida por un amable militar, cuyo nombre he olvidado. Yo tocaba la bandurria de segunda mano (y que todavía conservo) adquirida por mi madre gracias a que le tocó un escueto premio en una rifa o algo así.


Ya con once años me presenté al Examen de Ingreso en el Bachillerato de entonces. Lo superé y fui becado. Mis padres, con tal ocasión, me obsequiaron con un paraguas juvenil cuyo puño era una imitación de ámbar con burbujas en su interior: me sentí pimpante. De modo que dejé el colegio e ingresé en el instituto comenzando así una nueva andadura. Pero esa es otra historia…

26.2.22

MEMORIAS DE UN NIÑO PROBE (AUTOBIOGRAFÍA III)


Más o menos a los nueve años me fui a vivir con mis padres al Barrio Gavilán, concretamente a la calle Navas de Tolosa, en una casa de vecinos luego comprada por un tío paterno. Nuestra vivienda tenía tres piezas; pequeña cocina, comedor y dormitorio amplio. Al poco mis abuelos dejaron el huerto y adquirieron la casa de enfrente de la que habitábamos; allí y dada la numerosa prole de mis padres, nos instalaron un dormitorio para los hermanos varones. Fue la primera vez que disfrutamos de un cuarto de baño con ducha, e incluso bañera la cual nunca usaríamos, pero en el patio había un amplio pilón que utilizábamos con alegría en verano; a modo de minipiscina o bañera.


Allí mi abuela materna, Carmen, nos obsequiaba con sus exquisitas comidas populares; como, por ejemplo, el pisto o “boronía” y los besugos a los que ella dedicaba mucho tiempo quitándole las espinas. Lo siguió haciendo hasta que comencé el servicio militar como recluta en el Campamento de Cerro Muriano; y así, cuando volvía a casa con permiso de fin de semana, me tenía preparados esos platos porque sabía que eran los que más me gustaban. Lamento que existan personas que no hayan podido gozar del cariño de las abuelas; es indescriptible para mí su calidez, su tolerancia, su comprensión… Mi abuela paterna, Paca, también nos cocinaba unas patatas fritas en grandes lonchas -crujientes en sus bordes y blandas en el centro- que nunca olvidaré y que no he vuelto a disfrutar desde entonces.


Mi traslado al susodicho Barrio Gavilán supuso un cambio de colegio; de modo que empecé a acudir al recién creado Colegio Alcalde Pedro Barbudo (hoy reedificado) y en pleno Zumbacón. Allí cada dos niños plantamos un árbol (una falsa acacia tal vez); me tocó el número 12 y lo contemplé varias veces desde el exterior pasados los años. De este colegio recuerdo a tres maestros: el primero, mayor y cariñoso, al que por enfermedad sustituyó otro muy joven y amable (Antonio), que luego se dedicó a la psicología y con el  que me encontré gratamente cuando yo comenzaba mis estudios universitarios. Finalmente dos maestros mayores; el primero D. José, benévolo, pero con los dedos amarillentos por el tabaco, cuyas colillas no dejaba de apurar en clase (por entonces los maestros y profesores podían fumar en las aulas). El segundo, más severo y distante -no recuerdo su nombre pero procedía de Huelva- nos tiranizaba en clase poniéndonos en corro para que conjugásemos los verbos y al que no acertaba !zas! palmetazo con su informe madero. No había piedad, ni siquiera con los alumnos más aventajados, como era, con modestia, mi caso. Comíamos en el comedor del colegio para luego continuar las clases por la tarde, incluida la hora de “permanencias” que transcurría entre las 17 y las 18 horas. En el comedor no soportaba los macarrones, que vomitaban irremediablemente, pero me gustaban mucho los “filetes rusos” cuyo contenido y fórmula desconocía, sigo desconociendo y no he vuelto a probar. El maestro onubense además, y sabedor de que yo tocaba la bandurria, me obligaba a tañirla frente a él cuando dormitaba tras la comida, mientras que los demás niños disfrutaban del recreo antes de las clases vespertinas. Este onubense decía “jalar” en lugar de “tirar”, un modismo que aprendí entonces.


Por suerte me libré de las clases de la directora (Doña Florinda) y su marido, que llevaba un ojo de cristal, ambos catalanes y duros. Eran los años finales de los ’60.

25.1.22

Memorias de un niño probe (Autobiografía II)


Antigua fábrica de Fundiciones Alba, en la avenida de las Ollerías


Por aquellos años asistí a cuatro colegios. Uno se llamaba “Cristo Rey” y estaba regentado por crueles monjas que nos tiraban de las patillas; se encontraba en la esquina de la plaza del Rector con la de Santa Marina. Luego asistí al Grupo Escolar Colón y después al Colegio Ferroviarios, en la otra esquina de los jardines de Colón. Y allí estaba el temible don Tomás, enorme, que se cebaba con nosotros los sábados por la mañana, dedicados a la catequesis.


En verano mis hermanos y yo acudíamos a una escuela que creo recordar se llamaba “Padre Manjón” y se encontraba en la llamada “Puerta del Campo” como se conocía entonces a este tramo de la avenida de las Ollerías (entonces denominada Avenida del Obispo Pérez Muñoz) y colindante con el entonces llamado “Jardín del Piojo” hoy inicio de la calle San Antonio de Padua. De adulto comprendí que esa “Puerta del Campo” podía corresponder a la “Puerta Excusada” de época árabe, aunque no daba exactamente al campo sino a un arrabal extramuros dedicado a la alfarería, que se descubrió hace unos años en el lado norte de las Ollerías y del cual se ha conservado el basamento de un alminar y un horno cerámico del siglo XVIII.


Pues bien, en una mañana veraniega en la cual mis hermanos y yo nos dirigíamos al Padre Manjón había un barrendero que baldeaba la avenida con una potente manguera. Así que ,según la moda, los tres gritamos: ¡“La manga riega y aquí no llega”! Ante tal provocación el barrendero enfocó la boca de su manguera contra nosotros y nos puso chorreando. No importaba, era verano.


Esa escuela veraniega se abría con un amplísimo patio repleto de naranjos y con una fuente en el centro cuyas filtraciones acuáticas regaban el suelo de tierra superpoblado de avispas; de modo  que  los niños (autodefensa pero también crueldad infantil) nos dedicábamos a matarlas durante el recreo con el método de usar un paño humedecido lanzado como proyectil en el que  quedaban atrapadas o simplemente  muertas por el impacto.


Poco después mis padre y hermanos se trasladaron a una casa de vecinos en el cercano Barrio Gavilán, próximo al Zumbacón de tan mala fama en aquellos años. Yo permanecí un tiempo con mi abuela y tíos en Muro de la Misericordia. Mientras, mis abuelos paternos residían en una vivienda con extenso huerto en la también cercana calle Juan Tocino, en las Costanillas. En el huerto había una alberca que mi abuelo encalaba cada verano para que nosotros, sus nietos, nos solazaremos en esa época de calor. Estos abuelos después dejaron el huerto y se trasladaron también al barrio Gavilán, justo enfrente del a casa de vecinos en la que residíamos. Pero mi abuelo, ya jubilado, seguía trabajando como guarda en la fábrica de curtidos (Tarradas) en la cual había trabajado toda su vida y que se encontraba en la calle Molinos Alta (hoy avenida), y allí también nos preparaba una alberca para disfrute del verano. Recuerdo que  en esa grande y ya inactiva fábrica mi abuelo estaba auxiliado en sus labores de guarda por una enorme perra poco amistosa -por su función- a la que no nos atrevíamos a acercarnos por miedo a pesar de que mi abuelo la controlaba. Esta perra un día cayó en una de las profundas pozas de la tenería semicubierta por agua; era una de las pozas o estanques donde se sumergían los cueros antes de curtirlos. Pues bien,  mi abuelo siempre tan sobrio y escueto de palabras, un auténtico cordobés que no decía ni ”mu” y  se mostraba muy “pasota” (a los nietos solo nos daba un seco beso al recibirnos, sin palabras) encargó que salvaran a la perra del mortal atolladero, de aquella trampa semiinundada. Lo pagó de su bolsillo. A veces, al terminar su jornada, cuando lo visitábamos, nos llevaba a la cercana taberna “El Pancho” frecuentada por aficionados a los toros (era el barrio del Matadero), y mientras se tomaba un medio de vino a los nietos nos invitaba a un refresco.


4.1.22

Memorias de un niño probe (Autobiografía I)



Nací en el año 1957 en la casa nº 1 (hoy 3) de la calle Muro de la Misericordia, en el barrio de Santa Marina. Era el primogénito y luego me siguieron 3 hermanos. La casa era una casa de vecinos en la que vivíamos cuatro familias: Tránsito y su marido Pepe (ferroviario jubilado),  Maruja y su marido (los caseros) en el piso superior y Pepa y nosotros en la planta de abajo con un extenso patio al que daban todas las habitaciones, además de albergar el retrete y una minúscula cocina. Allí mi familia era una familia extensa, conforme a la época: mi abuela materna (Paca), mis tíos paternos solteros sempiternos (Rafalita y Peperrete, que fueron mis padrinos), mis padres (Juanele y Carmen, que no Mari Carmen) y la prole: mis hermanos Pepe y Juani (Juan Manuel) y mi hermana Mari Carmen (esta vez sí con el María por delante) y yo. Todos nacimos en la casa y aún recuerdo el día que nació mi hermana, que además era la benjamina y vino unos años rezagada, porque los hermanos nacimos consecutivamente un año tras otro. 


Allí nos bañábamos en una baño de cinc que las mujeres de la familia calentaban con ollas de agua. Recuerdo esos domingos en que mientras nos aseábamos sonaba la retransmisión radiofónica  de fútbol por la tarde (no teníamos televisión, era cosa de ricos en aquellos años). En verano la cosa era más fácil y divertida: se ponía el baño en el patio con agua a calentar al sol durante el día y por la tarde a disfrutar del agua, tanto del barreño como bienvenidas duchas o cubetazos de agua. El patio estaba habitado por una tortuga y alguna rana que respetábamos cuidadosamente. Y es que nuestra familia nos inculcó siempre el amor por la naturaleza a pesar de su vida humilde. Siempre que íbamos de perol al arroyo Pedroche, al Cañito Bazán (hoy más o menos El Patriarca o La Arruzafa) o cualquier otro sitio, se cuidaba de apagar la candela y de recoger los restos de comida para que todo quedase “tal y como lo encontramos”. Mi padre, que le gustaba mucho el campo, salía a coger espárragos (tenía una vista muy fina de la que yo jamás disfruté) y setas, y me enseñó que no se debían arrancar los espárragos sino cortarlos, al igual que las setas (níscalos) porque así volverían a brotar en la temporada siguiente.


En los aledaños de aquella nuestra casa había más casas de vecinos y más niños, con los que jugábamos tanto en la calle como en los espaciosos patios. La casa de enfrente albergaba el obrador de Emilio, que hacía barquillos para los helados, y algo de sobras y recortes trincábamos. La casa tenía dos patios, uno a la entrada, empedrado, con plantas de sombra y el segundo, más interior, donde estaba el obrador. Esa casa asolada, se convirtió en una casa familiar edificada de nuevo para unos constructores cordobeses entonces potentes; hoy sigue así aunque con las puertas cerradas a cal y canto. De aquellos amigos recuerdo a Andrea, que vivía en el Horno de la Palma, y un chico que aparecía de vez en cuando, porque iba a visitar a su abuela en la calle Vera; y fantaseaba con un tal Enrique, tal vez el mismo, o tal vez relacionado con la cercana OJE, al que tenía por mi protector. Y sí, es que me afilié a la cercana OJE, en la cercana calle Adarve, para poder jugar al ping-pong. Allí, a sabiendas de mi breve afición por la música (la bandurria), me obsequiaron con un libro de partituras y letras hoy perdido. Muchos años después supe que en la casa de enfrente vivían Ana Ruiz y su familia, cosa que supe porque a la olvidada Ana la encontré de compañera en mis estudios universitarios y me lo hizo saber.


De mi vida en esa casa recuerdo su amplio patio y uno de sus lados, el oeste, condenado por ruina. Y en la planta superior de ese mismo lado la galería, también deshabitada por peligro de derrumbe, y sobre la que mi madre me contó que se oían carreras debido a un fantasma o maldición por una promesa incumplida….