26.2.22

MEMORIAS DE UN NIÑO PROBE (AUTOBIOGRAFÍA III)


Más o menos a los nueve años me fui a vivir con mis padres al Barrio Gavilán, concretamente a la calle Navas de Tolosa, en una casa de vecinos luego comprada por un tío paterno. Nuestra vivienda tenía tres piezas; pequeña cocina, comedor y dormitorio amplio. Al poco mis abuelos dejaron el huerto y adquirieron la casa de enfrente de la que habitábamos; allí y dada la numerosa prole de mis padres, nos instalaron un dormitorio para los hermanos varones. Fue la primera vez que disfrutamos de un cuarto de baño con ducha, e incluso bañera la cual nunca usaríamos, pero en el patio había un amplio pilón que utilizábamos con alegría en verano; a modo de minipiscina o bañera.


Allí mi abuela materna, Carmen, nos obsequiaba con sus exquisitas comidas populares; como, por ejemplo, el pisto o “boronía” y los besugos a los que ella dedicaba mucho tiempo quitándole las espinas. Lo siguió haciendo hasta que comencé el servicio militar como recluta en el Campamento de Cerro Muriano; y así, cuando volvía a casa con permiso de fin de semana, me tenía preparados esos platos porque sabía que eran los que más me gustaban. Lamento que existan personas que no hayan podido gozar del cariño de las abuelas; es indescriptible para mí su calidez, su tolerancia, su comprensión… Mi abuela paterna, Paca, también nos cocinaba unas patatas fritas en grandes lonchas -crujientes en sus bordes y blandas en el centro- que nunca olvidaré y que no he vuelto a disfrutar desde entonces.


Mi traslado al susodicho Barrio Gavilán supuso un cambio de colegio; de modo que empecé a acudir al recién creado Colegio Alcalde Pedro Barbudo (hoy reedificado) y en pleno Zumbacón. Allí cada dos niños plantamos un árbol (una falsa acacia tal vez); me tocó el número 12 y lo contemplé varias veces desde el exterior pasados los años. De este colegio recuerdo a tres maestros: el primero, mayor y cariñoso, al que por enfermedad sustituyó otro muy joven y amable (Antonio), que luego se dedicó a la psicología y con el  que me encontré gratamente cuando yo comenzaba mis estudios universitarios. Finalmente dos maestros mayores; el primero D. José, benévolo, pero con los dedos amarillentos por el tabaco, cuyas colillas no dejaba de apurar en clase (por entonces los maestros y profesores podían fumar en las aulas). El segundo, más severo y distante -no recuerdo su nombre pero procedía de Huelva- nos tiranizaba en clase poniéndonos en corro para que conjugásemos los verbos y al que no acertaba !zas! palmetazo con su informe madero. No había piedad, ni siquiera con los alumnos más aventajados, como era, con modestia, mi caso. Comíamos en el comedor del colegio para luego continuar las clases por la tarde, incluida la hora de “permanencias” que transcurría entre las 17 y las 18 horas. En el comedor no soportaba los macarrones, que vomitaban irremediablemente, pero me gustaban mucho los “filetes rusos” cuyo contenido y fórmula desconocía, sigo desconociendo y no he vuelto a probar. El maestro onubense además, y sabedor de que yo tocaba la bandurria, me obligaba a tañirla frente a él cuando dormitaba tras la comida, mientras que los demás niños disfrutaban del recreo antes de las clases vespertinas. Este onubense decía “jalar” en lugar de “tirar”, un modismo que aprendí entonces.


Por suerte me libré de las clases de la directora (Doña Florinda) y su marido, que llevaba un ojo de cristal, ambos catalanes y duros. Eran los años finales de los ’60.