30.3.24

DE “LLANTOS Y GUASA” A “CARPE DIEM” (AUTOBIOGRAFÍA 22)


Fueron los dos títulos de las revistas escolares que se editaron en el Instituto Santos Isasa durante mi estancia allí. Quitando lo de “llantos” en el fondo venían a converger en lo mismo. Porque, parafraseando el título del libro de Hemingway, el instituto era una fiesta y me explico: el curso escolar empezaba pocos días antes de la Feria de Montoro, durante la cual la gran mayoría del alumnado se ausentaba de las clases. Hacia mediados de noviembre llegaba el severo “Claustro de las Pipas” seguido o precedido de la tradicional “Huelga de Noviembre” que el alumnado (posiblemente fatigado) convocaba con cualquier excusa: una nueva ley universitaria, clases masificadas, etc. Después el puente de la Constitución-Inmaculada y tras él las vacaciones de Navidad. La vuelta al cole en enero era dura y austera, pero -a finales de ese mes- celebrábamos el día de Santo Tomás de Aquino, patrón de los estudiantes, con la llamada “Fiesta de las Mesas”, una jornada de convivencia en la cercana Caseta ferial, donde cada grupo llenaba una mesa con viandas preparadas con esmero por las madres del alumnado. En fin, un concurso gastronómico en principio que más tarde derivaría en una especie de pre-carnaval, con mesas “temáticas” -con incomestible comida a menudo- pero con gracia y vistosas. La preparación de aquella jornada permitía escaquearse a algunos alumnos de las clases con la excusa de estar preparando el evento y ensayando “videoclips” (playbacks) para representarlos en el escenario de la Caseta y que -creo recordar- también se acabó convirtiendo en concurso, si bien los premios de ambas competiciones eran más bien simbólicos. A finales de febrero venía el puente del Día de Andalucía y, previo a él, su celebración que con el tiempo derivó en un “desayuno molinero”, saludable, a base de pan (hoyo o joyo) con el rico aceite de oliva de la zona, aceitunas y tomate. En esta actividad también colaboraban todos los estamentos: alumnado, AMPA, profesorado… Después, una semana antes de la Santa estaba el Viaje de Fin de Curso, generalmente una semana con destino a Santiago de Compostela, pasando por Toledo, Salamanca o Cáceres. Y como guinda final, sobre finales de mayo o principios de junio, la cena de graduación para los alumnos que terminaban el bachillerato y se encaminaban a la Universidad.

Entremedias también había excursiones, unas organizadas por M. Morales y su Departamento de Ciencias Naturales y otras de Historia organizadas por Eladio o yo. Habrá ocasión de detallarlas un poco más adelante para no dejarnos a nadie atrás…

 
Juana Cano explicando el Torcal                                                         Dolmen de Menga

Esta mi glosa jocosa de arriba puede dar la impresión de que en Montoro siempre estábamos de juerga, cosa que no se ajusta a la realidad. Las clases se seguían impartiendo con un profesorado excelente (mis compañeras y compañeros) y un alumnado atento, receptivo a cualquier iniciativa, participativo, educado y crítico. Y como muestra dos botones: un año tres alumnas del centro participaron voluntaria y resultaron ganadoras. Eran 4 premios y el restante fue para un alumno de un centro privado. Una muestra indiscutible de la calidad de la enseñanza pública frente a la privada. El otro fue en concurso anual que organizaba el
suplemento educativo del diario CÓRDOBA, llamado “El Cordobilla”, y en el que un equipo de 4 alumnos se alzaron con el primer premio que fue muy sustancioso y que entre otros obsequios contaba con una cámara digital para cada uno, aparato novedoso y costoso en aquellos tiempos.

Primer premio del Consurso de periódicos escolares
A la derecha la noticia y a la izquierda nombres del alumnado del equipo ganador


 



27.3.24

MONTORO 1 (Autobiografía 21)

 

Jardín y escalinata derecha hacia las aulas

En el verano de 1992 recibí la noticia de mi traslado docente a Montoro, al Instituto Santos Isasa en el permanecería durante 17 años. Volvía pues a mi casa de Córdoba no sin nostalgia de los buenos años pasados en Constantina, donde dejé buenos amigos tanto entre el profesorado como el alumnado y otros.

Allí me acogieron muy bien, como a otros compañeros jóvenes que nos incorporamos al centro ese año (P. Villalón, B. Castro...)  Al contrario que en los dos años anteriores el PND o PAS (o sea, la administrativa y las conserjes) resultaron muy simpáticas y serviciales. Además, como la mayoría del profesorado éramos o residíamos en Córdoba, tenían organizado un eficaz sistema de turnos de coches para trasladarnos entre aquella localidad y nuestro lugar de residencia, ahorrando gastos de transporte y tiempo. Y los compañeros allí ya establecidos a nuestra llegada eran estupendos (Juana C., Eladio, A. Cabedo, etc.) Conectamos pronto y bien. Y todo bajo el director A. Navarro, de espaldas anchas y amplia correa.

Solo lamentar que a la vez que yo se incorporó como profesor un elemento disruptivo, además en mi Seminario o Departamento de Geografía e Historia, que nos pondría en un a-prieto durante muchos años. Y no solo a los profesores de nuestra disciplina, sino a tutores, alumnos, padres, junta directiva e incluso la inspección. Una pesadilla.

El edificio era -arquitectónicamente hablando- una mezcla de organicismo y funcionalismo, las dos corrientes dominantes en el siglo XX. Con la piedra molinaza característica de Montoro, combinada con lienzos de paredes blancas encaladas. Se accedía por medio de dos escalinatas hasta el vestíbulo, en el cual el área de administración estaba entrando a la derecha y la sala de profesores y el SUM (soterrado) a la izquierda. Traspasado este umbral, dos escaleras para acceder a las aulas. Entre las escaleras un jardín que daba alegría y que estaba primorosamente cuidado por la conserje A. Buitrago que residía en una vivienda ubicada entre ambas escaleras con su familia. La alegría del centro. El acceso a las aulas eran pasillos estrechos (al uso para la época en que se construyó el edificio) pues no se contemplaba el que el alumnado intercambiase de aulas para varias asignaturas; eso vino después, como se vería en el nuevo edificio a primeros de siglo y milenio. Todas las aulas estaban muy bien iluminadas por la luz solar y con amplías ventanas que ofrecían unas agradables vistas al olivar circundante.


En la escalinata izquierda con mis alumnos de 1º de BUP (1993)


P.S.; El 92 terminó mal en lo estrictamente personal. Próxima la Navidad falleció mi amigo Claudio, que venía sufriendo una enfermedad degenerativa que primero lo había dejando ciego, aunque él seguía asistiendo al cine, que tanto le gustaba y al que seguía acudiendo a pesar de su ceguera. Buenos ratos y viajes con este bizarro amigo que no se casaba con nadie en cuanto a opiniones. Un espíritu libre. En su memoria una anécdota que nos contó de su adolescencia: cuando tenía catorce años su padre lo sorprendió fumando un cigarrillo y le preguntó ¿te gusta fumar, eh? Ea, pues ven! Lo condujo a un estanco y le compró un puro
habano, se lo puso en la boca, lo encendió y se lo hizo fumar -entre toses- íntegramente. Lo que propició que no volviera a fumar en mucho tiempo.



23.3.24

Constantina 3 (curso 91-92) Autobiografía 20

 

Vía verde entre el Cerro del Hierro y San Nicolás del Puerto


El curso empezó con mal pie, poco antes de su inicio, el 9 de septiembre, murió repentinamente mi padre. Por si no fuera poco tenía que buscarme nuevo alojamiento en Constantina ya que el chalecito del curso anterior no estaba disponible (creo que lo habían vendido). La solución a este inconveniente me la proporciono gentilmente el amigo Rodolfo, que había obtenido destino en Montilla y dejaba libre su “piso de maestro”  que tenía, más o menos, realquilado. Él me ayudó a adecuar sobre todo la luz de la cocina (su estancia allí debió ser muy austera); y ese no fue el primer problema, resuelto con él, sino que la ducha recibía descargas eléctricas, con lo cual tenía mucho miedo a ducharme. Tal vez un problema de humedades que era patente en sus paredes. Y también de fontanería: un día, mientras daba clase en el cercano instituto, me avisaron de que había una fuga de agua en mi piso, que estaba inundando el piso de abajo, ocupado a la sazón por una maestra de Villafranca de Córdoba, cuyo hijo tuve luego de alumno en el Instituto Santos Isasa de Montoro.

El piso estaba totalmente desnudo, de modo que hube de proveerme de al menos dos camas. Y fue mi siempre admirado y generoso compañero de Departamento, Antonio Serrano, el que me salvó proporcionándome dos camas y colchones que guardaba en su trastero. Puse en sus paredes algunos posters para alegrar un poco aquel triste y austero habitáculo, si bien muchísimo más barato que el chalecillo del curso anterior.

En mi labor profesional las cosas siguieron bien. En ese curso escolar impulsé la una Asociación de Alumnos -la segunda tras mi paso por La Carlota- que no tuvo continuidad tras mi traslado a Montoro y porque el alumnado comprometido era muy joven y ya tenían bastante tiempo ocupado con sus estudios. A pesar de todo ello, durante algunos años, mantuve el contacto con ellos pues me apreciaban mucho.

En el Cerro del Hierro, pigmentados por las tierras de su cueva.

Paisaje kárstico en el Cerro del Hierro

En ese curso tuve mucha actividad, tanto con alumnado como con el profesorado afín. Con los primeros hicimos una excursión a Río Tinto y sus minas. Y una acampada en primavera dentro del Parque Natural de la Sierra Norte de Sevilla que había que fomentar dados todos sus valores. Lo hice a través de una recién agencia creada en la localidad y llamada GEMASOL. La cosa empezó con una visita al cercano Cerro del Hierro, una antigua mina explotada por ingleses y ya en desuso, pero que mantiene una importante formación kárstica, aunque no tan espectacular como el Torcal de Antequera. De allí partimos andando por la vía verde hasta San Nicolás del Puerto (nacimiento del río Ribera del Huéznar) hasta llegar a una zona de acampada libre cerca de El Martinete. Allí plantamos nuestras tiendas de campaña, junto a una cascada. La logística alimentaria corría a cargo del cocinero de la cafetería del centro, que -al día siguiente- para el desayuno, elaboró unos estupendos churros con chocolate y café; y a mediodía un buen perol. Un lugar encantador por su vegetación y las cascadas del Huéznar .

Nacimiento del Huéznar


En cuanto al profesorado a destacar la “jamonada” organizada en el campo circundante a Constantina. Aurora vino y asistió a tan grato evento. Se compró un buen jamón que se iba cortando hábilmente por dos de los participantes y de ello nos nutrimos pasando una grata jornada en el campo, tan atractivo en esa época.

Jamonada 


Ese año el artista Espinosa comenzó a decorar una pared (escalera) de la sobria entrada al centro. Un mosaico abstracto, gaudiniano, en cuya elaboración participaron desinteresadamente los alumnos.

Mural Espinoza

Afortunadamente el instituto rechazó las propuestas provenientes de la Administración Educativa de implantar por anticipado la nefasta LOGSE, a pesar de sus cantos de sirena que prometían el “oro y el moro” para el centro (fotocopiadoras a manta y otros dispositivos materiales). Sí que lo hizo el instituto de Cazalla de la Sierra, localidad cercana y regida entonces por un alcalde socialista con mucha influencia en la Junta de Andalucía, pero al que le salió el tiro por la culata, pues el alumnado de la comarca educativa seguía prefiriendo el “tradicional" instituto de Constantina. Y es que los resultados académicos eran muy favorables a los esforzados alumnos de Constantina. Con el tiempo -me parece- la Junta de Andalucía forzó la unificación del instituto de Formación Profesional “Lacuni Murgis” con el Instituto de Bachillerato “San Fernando” con nefastas consecuencias en su nivel académico.

Al curso siguiente (92-93) cuando yo ya estaba destinado a Montoro, organicé un intercambio entre Montoro y Constantina, y así lo hicimos, aunque sin reciprocidad. Y eso que el contacto era mi amigo J. Rivera que había ocupado la plaza de que yo había dejado libre con mi traslado a Montoro. Poco feeling; un desastre.

No obstante, los alumnos de Constantina me invitaron en 1993 a una acampada en aguas abajo de El Martinete, por entonces convertido en camping. Allí acudí, y estuve  acompañado por mi antigua compañera María, profesora de CC. Naturales que resultó ser amiga de Juana Cano, estupenda profesora del instituto de Montoro, amiga y coterránea de ella, a la que luego conocí en Montoro y con la que sigo compartiendo amistad y encuentros.  En tal ocasión (acampada en La Fundición) prolongamos el itinerario del Huéznar y con peligro, pues atravesamos un túnel ferroviario todavía operativo, corto, pero en el que se encontraban cadáveres de ovejas sin duda muertas por el paso del tren en tan agosto túnel. Una autentica temeridad de la que fui consciente a toro pasado, para evitar subir y bajar desniveles y coger el camino más recto. Afortunadamente no pasó ningún tren en esa corta travesía, circunstancia que hubiera producido víctimas. Dicho tren sigue operando y lo utilicé el año 2023 en mi viaje a Mérida, para llegar a las termas romanas de Alange.

En junio de 1992, año de la Expo, recibí la noticia de que me habían concedido traslado al IES Santos Isasa en Montoro, a tan solo 40 kilómetros de Córdoba. Volvía a mi tierra aunque con el grato recuerdo de los dos años de estancia en Constantina. Volví allí en dos ocasiones, una -como ya he referido- en primavera de 1993 para la susodicha acampada y, un año  después, con motivo de la comida de despedida del compañero y director Miguel Cerro, quien había obtenido destino en un pueblo cercano a Sevilla.

Volví a reencontrarme con parte del alumnado y profesorado en una circunstancia lamentablemente luctuosa. Y fue en la localidad pacense de Monterrubio, con motivo del funeral del compañero José Miguel, el que fue Jefe de Estudios, fallecido en accidente de coche.

 

9.3.24

CONSTANTINA 2 (Autobiografía 19)


Vista general de Constantina desde el castillo

Antes de comenzar las clases, en septiembre de 1990, me advirtieron que el instituto era severo en la disciplina; un centro pequeño (con 250 alumnos) muy respetuosos. Pero también que en esa localidad había residido el nazi belga Léon Degrelle y había dejado su huella entre círculos cercanos y una parte significativa de la población. Pero también acudía alumnado de localidades cercanas como El Pedroso, La Navas de la Concepción, San Nicolás del Puerto, Alanís…

En fin, que yo llegué muy serio. Tanto que en diciembre los alumnos celebraban su tradicional fiesta de los Premios Naranja y Limón, en la que entregaban estos premios a los dos profesores que consideraban mejor o peor. Pero también había “galardones” materiales a otros miembros del profesorado; con cierto gracejo aunque mordaces. Y hete aquí que me llamaron al escenario del salón de actos del instituto y me entregaron un collage con unos labios y la leyenda “Sonría, es gratis”; y no fui el peor parado, pues a la profesora de Educación Física la “obsequiaron” con unas zapatillas de deporte nuevas ya que asistía a las clases en zapatos de tacón… Y este “regalo” que la profesora -lógicamente- no recogió, no fue el peor de ese día. Desde aquel momento mi faz cambió y siempre me mostré con una sonrisa sincera.

Allí encontré grandes amistades y apoyos: desde mi único compañero de departamento, el gran Antonio Serrano, del que aprendí mucho y de corazón generoso, hasta los miembros de la junta directiva: Miguel Cerro (hinojoseño), Mariángeles, José Miguel (DEP) y los jóvenes que se habían incorporado al centro a la vez que yo: Jesús, Lucía, Nacho…

El alumnado que tuve en 2º de bachillerato, en la asignatura de Historia del Arte, tan bueno y brillante que acogieron  con muy buena disposición la idea que les ofrecí de que les impartiese clases extras por las tardes para avanzar en el extenso programa de la asignatura. Y es que siempre he sido una tortuga en eso de avanzar en los contenidos de las programaciones didácticas. 

Aquel primer curso en Constantina (1990-91) fue maravilloso. Allí contaba con el apoyo de Antonio Serrano, ya mencionado, y único compañero del Seminario de Geografía e Historia (hoy día “Departamento”). Él, constantinense de pro, se convertiría en gran amigo por su generosidad y amplitud de miras; desprendido, me dejó la jefatura de departamento, renunciando a las ventajas del cargo. Un enseñante nato, admirable en su entrega a la docencia. Y además de los susodichos, de Domingo, cordobés afincado allí y secretario del centro, y Rosario (Charo), cordobesa como yo, profesora de Física y Química, destinada allí, donde residía con sus dos hijas pequeñas. Y por supuesto Rodolfo, catedrático de la misma materia que Charo. También conocí allí a Maite, maestra y madre del destacado alumno César Yllera, que vivía en los “pisos de los maestros” contiguos al chalecillo que yo había alquilado para residir allí durante la semana. Me invitó varías veces a cenar en su casa, junto a sus hijos y su madre, venerable anciana que además le llevaba comida a mi perra Diana. Todo muy grato.

Los profesores “jóvenes” solíamos quedar para comer bien en el restaurante “Las Farolas”  (menú económico y gran calidad) ¿ en la calle Mesones, peatonal y eje comercial de la localidad que -me parecía- por su estructura urbana y orográfica (Valle de la Osa)  una especie de pueblo-camino que comunicaba Lora del Río, en el valle del Guadalquivir, con la Sierra Norte Sevillana (Cazalla, etc.). Otras veces quedábamos en un bar por encima de mi casa cuyo dueño al parecer era tuberculoso pero que ofrecía unas carnes exquisitas. Más tarde, en las afueras pero en la carretera hacia Cazalla, se creó el mesón “La Piedra”  que ostentaba un monolito en su aparcamiento y disponía de una grata chimenea en su salón-comedor. También buena comida, buen precio y el amor de la lumbre en la brumosa, lluviosa y fría Constantina. Lo regentaba el padre de un excelente alumno que luego me enteré se había suicidado; fue el 2º de suicidios de adolescentes, aparentemente estupendos, que lo hacían. Tristemente inexplicable. Pero eso fue después, cuando yo ya no estaba en Constantina y había sido destinado a Montoro.  
En cualquier caso buenos ratos. Al igual que los pasados en casa de Miguel Cerro en compañía de alumnos viendo la tele y preparando un programa de radio local de frecuencia semanal. O en casa de Charo con sus hijas.

 *

Yo volvía a Córdoba cada fin de semana y tras salir de instituto y llegar a mi casa cordobesa en la que convivía con Aurora. Tras la comida familiar, salía a la calle a pasear para encontrar gente, ya que en Constantina  -pasada la tarde- a las 9 de la noche no había ni un alma, a pesar de ser una localidad populosa. Los miércoles bien venía Aurora a visitarme o yo me desplazaba a pernoctar en Córdoba aprovechando mi horario. A menudo Aurora se venía con Jesús, el marido de Charo, y otras veces lo hacía en tren hasta Lora del Río donde yo iba a recogerla en coche.

Todas las noches salía a la cercana cabina telefónica para hablar con Aurora, que sobrellevaba mi “exilio” peor que yo, porque tenía Aunque algunas tardes subía al centro del pueblo, dónde había una perfumería que a la vez era locutorio con tres o cuatro cabinas telefónicas. Allí despachaba una alumna mía, Gloria, que una vez me regaló un bote de perfume muy agradable. Iba allí a pesar de las advertencias de M. Cerro de que escuchaban las conversaciones telefónicas. A mi me daba igual pues no tenía nada que ocultar. Además en el pueblo todo el mundo se conocía y conocían mis movimientos; y no solo los míos, sino los de Aurora cuando me visitaba. Entonces le preguntaban ¿usted es la mujer del profesor del chalet, no?

Algunas noches los profesores jóvenes nos reuníamos en el único pub que existía. Se llamaba El Triángulo y estaba regentado por un funcionario no militar de la base aérea existente (muchos alumnos eran hijos de los militares de esa base). Se nos unían otros funcionarios jóvenes de distintos sectores destinados a la localidad.

Allí comencé a ser fumador habitual, en parte para evitar el alcohol, al que me estaba aficionando en las largas y solitarias noches. Y es que el licor de guindas, bebida local, pegaba fuerte.

Pero la gran mayoría de las experiencias fueron muy gratas. Leí mucho, a veces en el jardincito del chalet. A este respecto recuerdo el libro de Mishima El marinero que perdió la gracia del mar que me impactó y que me hizo reflexionar sobre el paso del tiempo, y empecé a sentirme viejo, a pesar de que solo tenía 33 años; aunque esa sensación ya me había asaltado un año antes en Mérida. Ahora se considera a la gente “joven” hasta los 35 años o más.

*

Hice muchas cosas en aquel año. Me matriculé en un curso a distancia en la UNED sobre innovación educativa en el que elegí el cine como recurso didáctico. Versaba sobre la película “Esquilache” que facilitaba la comprensión de la Ilustración (y su fracaso) en España. El curso implicaba hacer una experiencia didáctica al respecto y los alumnos respondieron muy bien, de modo que fuimos creando una base de datos sobre el tema con muy buenos resultados. Esto dio pie a los “juicios” a personajes históricos controvertidos que después llevé a cabo ampliamente, y con éxito, en el instituto de Montoro, mi siguiente destino. También traté de sacar adelante mi último y fracasado intento de tesis doctoral que trataría el urbanismo musulmán en Córdoba. Tenía los cursos de doctorado terminados, pero Pilar León, la catedrática de arqueología que me la dirigía, se trasladó a Sevilla. De modo que durante unos meses me movía en el triángulo Constantina-Sevilla-Córdoba. Exhausto desistí, pues no tenía tiempo ni capacidad para tanto. Algunas tardes hacía deporte en el gimnasio del instituto jugando al futbito contra un equipo de alumnos. El mío estaba formado por dos profesores: José Miguel, brillante futbolero y atleta y yo, a los que habían de añadir alumnos para completar el equipo. Todos jugaban mejor que yo. Lo pasábamos bien. También algunas noches hacíamos una tertulia de profesores en el salón de mi chalet que contaba con chimenea. Y a veces velada en el chalet del artista peruano Espinoza.


Equipo de futbito de los profes más alumnos.

Allí también acudieron amigos invitados por mí para charlas didácticas: Rafael Arjona, para hablar de su premiada novela El matarife y Carlos Campos, sociólogo de SIGMA 2, para hablar de encuestas y estadística. Y mi familia o Claudio (DEP) y Toñi.

El “chalet” tenía en su pequeño jardín un árbol de caqui -fruta que lamentablemente no me gusta- y calas en el estanque que, cuando florecían, cortaba y me las traía a Córdoba. Una flor que me encanta. También esa vivienda tenía un problema: cuando llovía las habitaciones se inundaban. En ella alojé unos meses a un huésped: un extremeño profesor interino destinado temporalmente allí para cubrir una baja. Al final hube de prescindir de su presencia pues no hacía nada e incluso se comía la comida que yo llevaba de Córdoba. O sea, gratis total; pero la solidaridad tira mucho.

En el tercer trimestre el director me pidió que le acompañase a un viaje fin de curso para los alumnos de COU por tierras leonesas (Zamora, Salamanca) y gallegas (Santiago de Compostela…) y vuelta con parada en Cáceres, donde los alumnos (sevillitas) montaron una procesión a altas horas de la noche por los pasillos del hotel. Poco tiempo después me casé y, por recomendación del amigo Jesús, profesor de Griego, decidimos hacer el viaje de luna de miel a Egipto y no a Grecia como era de suponer. No salimos defraudados, pero a la vuelta de Egipto sufrí unas fiebres y deshidratación tremendas. No estoy seguro de si este virus lo cogí en Egipto o en el previo viaje hasta tierras gallegas ya que me enteré de que varios alumnos habían sufrido los mismos trastornos que yo.

  
Escalera de la catedral de Zamora

        Lago Sanabria