25.3.22

AUTOBIOGRAFÍA IV (Memorias de un niño probre)




En el colegio Alcalde Pedro Barbudo algunos maestros nos colocaban cada día jerárquicamente: el que acertaba preguntas avanzaba su puesto en las mesas. Yo casi siempre estaba en el segundo o tercer puesto ya que, Manolín Iglesias (hijo del por entonces director de la Biblioteca Provincial) y un chico del Zumbacón (Enrique) me superaban con creces en conocimientos y habilidades. Un día fatídico me vi desplazado hasta el último puesto y rompí en lágrimas. Todo se debió a que la tarde anterior había ido al campo con mi padre y no había preparado bien la lección de catecismo.


En ese colegio, cada año, se celebraban dos actividades religiosas: en mayo el mes de la Virgen María y en los días previos a Navidad un Belén viviente. En la primera de ellas  se colocaba una imagen a la que ofrecíamos cánticos y  flores; recuerdo especialmente las rosas y, sobre todo, las celindas y su fragancia. En el Belén viviente yo actuaba de pastorcillo, con un chaleco de piel de jabalí confeccionada por mi madre así como un gorro peludo de un animal que he olvidado (vengo de familia de curtidores y zapateros). Me llamaba la atención el que, con frecuencia, al final de la sesión diaria, algunos niños se comían las frías migas del perol. Pero es que éramos “probes”. Aquel belén me ocasionó problemas a raíz de un inocente comentario mío: una de las niñas actuantes iba vestida a la morisca, con los bordes de su vestido decorados con marchamos de embutidos (chorizos, salchichones…) similares a monedas de oro. Y es que la llamé “choriza”, cuando esta palabra no tenía la connotación negativa actual. Y, para más “inri”, era hija de doña Pilar, una de las maestras del colegio. Así que me volvió a caer una nueva reprimenda de la directora y la madre de la interfecta; además de la de mis padres. Otra vez me acharé…


Allí pude formar parte de una banda  de música recién creada dirigida por un amable militar, cuyo nombre he olvidado. Yo tocaba la bandurria de segunda mano (y que todavía conservo) adquirida por mi madre gracias a que le tocó un escueto premio en una rifa o algo así.


Ya con once años me presenté al Examen de Ingreso en el Bachillerato de entonces. Lo superé y fui becado. Mis padres, con tal ocasión, me obsequiaron con un paraguas juvenil cuyo puño era una imitación de ámbar con burbujas en su interior: me sentí pimpante. De modo que dejé el colegio e ingresé en el instituto comenzando así una nueva andadura. Pero esa es otra historia…