2.11.22

AUTOBIOGRAFÍA VI (Del instituto al trabajo)


Como mis resultado académicos seguían en declive, decidí ponerme a trabajar, pues mi familia, compuesta por seis miembros, sustentados por el único sueldo de carpintero de mi padre no anda muy allá de recursos y yo quería trabajar en vista de los frustrantes resultados de mis notas. Y como mis padres me habían pagado un curso de mecanografía en una academia que había en la calle Custodio, por el Pozanco decidí buscar trabajo en este oficio. Y antes había trabajado en las vacaciones de verano, primero como aprendiz de fotógrafo sin cobrar nada y al año siguiente también como aprendiz en una platería ubicada en la calle Ángel María de Barcia. Allí cobraba 200 pesetas a la semana y trabajábamos 10 horas diarias en jornada partida. Los sábados a mediodía el jefe, Moisés, nos invitaba a un bocata y una cerveza en un bar cercano.

En la platería sufrí dos “traspiés”. El primero como yo era el aprendiz me gastaron la broma del blanquimento: una cazuela hirviendo con ese líquido en que se echaban las piezas de oro para quitarles el color negro tras su soldadura; y es que éramos “sacadores de fuego”; es decir, el último paso de la elaboración de joyas (anillos y pendientes) antes de que pasasen a otro taller de pulidoras en que acababa el proceso. Pues bien, uno de los primeros días de este mi trabajo, me dijeron que sacase con las manos las piezas de la dichosa cazuela de blanquimento, y claro, me quemé los dedos porque el líquido estaba muy caliente. Todos rieron y me tomé la chanza como una especie de “rito de paso”; además que entonces era corriente reírse de los aprendices. Los dedos se me quedaron un tanto chamuscados. Aprendí la lección y desde entonces comprobaba la temperatura del líquido antes de meter la mano…


El otro incidente en la platería fue causado por un error mío. Y es que al final de la jornada había que limpiar la mesa de trabajo y su cajón recubierto de zinc o plomo, para recoger los pizquitos del preciado metal resultado del lijado tras su soldadura. El asunto era importante, ya que lo recogido (incluido el paño de limpieza)  se echaba en una gran orza en la que iba a desaguar el lavabo donde acababa  el agua del obligado lavado de manos tras cada sesión de trabajo; de modo que en el fondo de la orza se iban acumulando todas esa rebabas y, cuando estaba llena de agua se filtraba y los posos se fundían y el dueño obtenía unos granillos de oro para su beneficio. En fin, y yendo al grano del incidente: consistió  en que me equivoqué  al coger el bote para hacer la susodicha limpieza y en vez del de petróleo cogí el de ácido. Menos mal que el trapo empezó a deshacerse enseguida y mis manos quedaron intactas. 


Otra de mis labores, la mejor, consistía en llevar los pequeños lingotes de oro a talleres que estaban por la Magdalena donde, por medio de máquinas con dos rodillos los iban, poco a poco, convirtiendo en hilos de oro de distinto calibre. 



Máquina laminadora manual.






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