11.1.23

VIAJE A BENIDORM (Con accidentado final)



Vista de la playa de Poniente desde el puerto


Invitado a su apartamento por un amable amigo, me trasladé a esta ciudad levantina que nunca había visitado, atraído también por su clima (soleado y suave) huyendo del frío invierno cordobés que me mata. Me trasladé hasta allí en tren con un transbordo en Ciudad Real y llegué de noche a la estación de trenes de Alicante, dónde gentilmente me recogió mi amigo en su coche para trasladarnos a Benidorm, trayecto que hicimos junto a otro amigo albaceteño que me trató tan exquisitamente como nuestro anfitrión, hasta el punto de que durante nuestra convivencia se forjó una fuerte amistad que será perdurable por la bonhomía de ambos amigos.


Por la mañana, cuando me levanté, las vistas eran excelentes porque, aunque un tanto alejado de las playas, se las podía ver y delante un amplio jardín con un teatro al aire libre. Rápidamente mi amigo hizo las gestiones para que dispusiera de un scooter que me permitiese el desplazamiento por la ciudad y sus extensas playas -la de levante y la de poniente- separadas por un peñón con mirador al que no me atreví a subir a pesar de que era accesible desde mi vehículo eléctrico de cuatro ruedas. Vehículo cuyo alquiler era baratísimo en comparación con los que existen en Córdoba. Un acierto. Así que me condujeron a la parte antigua de la ciudad y a las contiguas playas, en esta ocasión la de poniente. Hubimos de pasar la calle “Del Coño”, equivalente y tan atestada de peatones como la calle San Miguel de Torremolinos, luego bordeamos el puerto disfrutando de sus excelentes vistas. Finalmente me senté en la terraza de un bar, al sol que tanto bien me hace y después nos trasladamos a una placita donde se encuentra el restaurante Aitona, lugar que había reservado nuestro anfitrión para invitarnos a comer unas paellas junto a otros amigos con motivo de una celebración. Previamente al condumio -abundante y exquisito- tomamos una cerveza en una esquina soleada de la plaza que me recordó al bar Correo de Córdoba, donde la gente toma una caña antes de irse a comer.  


En mi scooter con el mirador al fondo


Al día siguiente tocó la playa de levante, que no pude recorrer en toda su extensión y estaba tomada por los ingleses, aunque también por nacionales y gente del INSERSO (como yo). Allí, en una soleada terraza, proseguí con mi lectura (El pianista, de Vázquez Montalbán) y mis anotaciones en el libreta de viaje. 


La ciudad, en su conjunto, no me gustó, confirmando mi convicción tras haber visto muchas fotos de ella. Y es que está dominada por los rascacielos, algunos interesantes desde el punto de vista arquitectónico. En los jardines al pie de nuestro apartamento había fachadas alabeadas de edificios modernos que le daban cierta gracia al conjunto, dominado por un paralelepípedo horizontal y blanco sede del ayuntamiento. Tampoco me gustó el ambiente un tanto puritano en los bares a los que fui, especialmente en la playa pero que, al parecer, se había extendido por toda la localidad. A pesar de que tuve conocimiento de que muchos jóvenes ingleses (“anglocabrones”, según mi admirado Sánchez Dragó) venían en vuelos baratos a celebrar despedidas de soltero en las que se desmadran como no pueden hacer en su país.


Ocaso en la playa de Poniente desde el apartamento


La noche de Reyes pude contemplar su cabalgata que finalizó en el teatro al aire libre frente a una de las ventanas del apartamento y que culminó con unos bonitos fuegos artificiales que, por pereza y fugacidad, no pude fotografiar.


El día de Reyes decidí adelantar mi regreso por problemas surgidos en mi casa, y me dediqué a prepararlo para el día siguiente. Y ahí empezó mi odisea: los transportes para volver a Córdoba estaban complicados, tal vez por la fecha, coincidente con el fin de las fiestas navideñas en que muchas personas retornan a sus hogares. De modo que la única opción factible era vía Madrid, un sitio que de paso siempre me ha parecido terrible: cuando todos los veranos me dirigía en coche a las vacaciones estivales hacia los Pirineos me aterrorizaba; primero la M-30, luego la M-40 y después la M-50. Era el peor momento, el más estresante, de un viaje de 1.000 kilómetros. Y cuando he recalado allí para un vuelo internacional o en tren hacia otros destinos, siempre me ha horrorizado. Madrid es un buen sitio para ir, pero malo para tener que pasar por allí. Pero un nodo de comunicaciones, el principal y más interconectado pero también el más largo y complicado.


El regreso comenzó en la estación de autobuses de Benidorm al que me llevó en coche mi amigo y anfitrión. Eran las 11 horas. Allí,  una megaestación de autobuses que mi amigo Gerardo calificaría de “estación peatonal” por su tamaño y poco uso, tomé un autobús a la capital, Alicante, que tardó una hora en llegar a su destino, donde hube de tomar un taxi para llegar a la terminal de tren. Al ir a sacar el billete se produjo lo que temía: solo había un tren vía Madrid donde tendría que hacer transbordo desde la estación de Chamartín a la de Atocha, mediante un cercanías. Y allí comenzó el calvario: bajadas y subidas de rampas, largos pasillos, poca información visual… En fin, para hacerse una idea basta con decir que llegué en el cercanías a Atocha a las 18 horas. Mi tren con dirección a Córdoba salía a las 19, o sea, tenía una hora de margen; parecía de sobra pero por todas esas dificultades, todo lo que había andado, subido y bajado, por fin llegué a la terminal del AVE: eran las 18:50 y estaba agotado, de modo que me desplomé. Rápidamente me levantaron del suelo tres viandantes: dos mujeres y un joven, que me llevaron rápidamente a la cercana oficina de Atención al Cliente (Atendo) donde rápidamente me sentaron en una silla de ruedas y una servicial y simpática azafata me condujo hasta el vagón asignado, me subió la maleta y pude acomodarme en el asiento. Eran las 18:59. Luego el tren saldría veinte minutos más tarde de lo previsto por un incidente en las vías AVE con dirección al sur. Pero esa es otra historia… En cualquier caso, quiero mostrar aquí mi profundo agradecimiento a todas esas personas anónimas que tanto me ayudaron y tranquilizaron en tan mal trago.


Al llegar a Córdoba a las 22:30 horas reflexioné sobre el asunto y el viaje. Y lo seguí haciendo el día siguiente. La primera conclusión a la que llegué es que ya no puedo viajar solo y que debo asumir esta dura realidad. Aunque he aprendido que puedo disponer de esos servicios de atención al cliente en estaciones de ferrocarril, autobús y aeropuertos, lo cual aliviará mis traslados, si bien hay que solicitarlos previamente, es decir, al sacar los billetes. 


También saqué de bueno la convivencia con generosos amigos y personas, el disfrute del sol y el mar que tanto me relajan y el haber recorrido parajes en tren (el medio preferido por mi estimado Agustín García Calvo) nunca antes surcados. En resumen, mereció la pena sobradamente.





2 comentarios:

Raquel Morrison dijo...

Buen relato aunque acabara un poco fastidiado.

Rafael Jiménez dijo...

Gracias. Menos mal que salí indemne.