21.2.23

DISPERSIÓN (AUTOBIOGRAFÍA 8)


Mi Mobylette



En la oficina me fue bien; el negocio prosperaba y llegaron nuevos botones, como mis hermanos Pepe y Juani, así que ascendí al puesto de auxiliar administrativo. Y también llegó un nuevo auxiliar administrativo que se presentó como “El loco”. Se trataba de Antonio Suárez Segovia que tanto influiría en mi vida haciéndonos amigos y correligionarios en el credo de la evagenlista Iglesia Apostólica situada en la calle Santa María de Gracia. Allí conocí a muchas y buenas personas: sus pastores D. Celedonio, D, Benedicto (antiguo e ilustrado jesuita) y Hans Benreuter, alemán antiguo carnicero, y su encantadora esposa, Heidi, y sus hijos (Stephan, Joachim…)  en cuya casa comí el pomelo por primera vez, y mucha otra gente bondadosa, cristianos puros.  Y allí me volví a bautizar los 16 años, tras la confesión a mis padres de mis intención que, consternados, se resignaron a mi decisión (soy muy cabezota).


A los 19 años sufrí una crisis religiosa a raíz de la muerte de mi abuela materna y abandoné la iglesia. Mientras, continué mis estudios de bachillerato nocturno a los que me desplazaba en un ciclomotor Mobylette, cuya adquisición fue financiada por mi generoso jefe, Andrés López Ruiz.


En 1977 se incorporé al Servicio Militar voluntario. Mis abuelas me había insistido en que “sentara plaza” para permanecer en Córdoba. El costo eran 5 meses más de mili, pero estaría cerca de mi casa y podría concluir mis estudios en el nocturno. Así pues en ese verano hice el campamento de Cerro Muriano (CIR nº 4) y en septiembre me incorporé a mi destino definitivo en el cuartel de Lepanto (Regimiento número 2 de La Reina). En el CIR me visitaban mis padre y hermanos los miércoles y yo volvía a casa casi todos los fines de semana, y allí me esperaban mis platos favoritos: besugo y pisto, que preparaba mi abuela materna, Carmen. Eran platos de laboriosa preparación, sobre todo el besugo, al cual mi abuela se ocupaba de cquitar las raspas una a una.


En el cuartel de Lepanto fui asignado como administrativo al servicio de Vestuarios, un puesto chachi. Y mientras continué mis estudios de bachillerato, con la ventaja de disponer de pase per nocta que me permitía dormir en casa, e incluso trabajar por las tardes en mi oficina ganándome unas pelillas.


He de confesar que en la mili, en Vestuarios, fue el momento que más porros he fumado en mi vida, porque allí el joint o canuto fluían por todas partes. A este respecto recuerdo una anécdota: un día llegó un joven alférez de la IMEC (jóvenes universitarios que hacían la mili “a plazos”: 3 o 4 veranos); en fin, que cuando estaba delante de nosotros reclamando ropa nueva u otra cosa, inconscientemente, sacó una caja de cerillas, le cortó un lateral para hacer la boquilla de un porro, uso habitual en aquella época. Y cuando vio que todos lo mirábamos se cortó; pero quedó claro que por muy oficial que fuera estaba en nuestro rollo.