29.5.17

Doñana 2017


Puesta de sol en Matalascañas

Los días 22 y 23 de abril de 2017 tuve la oportunidad de reincorporarme a los itinerarios didácticos por los parques naturales andaluces, que tenia abandonados desde hacía años por falta de tiempo. La reciente jubilación me permitió volver a participar en estas actividades que con tanto mimo prepara el amigo y profesor de Ciencias Naturales Manuel Morales

En esta ocasión se trataba de Doñana, que ha había visitado hace muchos años, cuando era estudiante de los últimos años de carrera universitaria, de la mano del profesor de Geografía Económica Antonio Sánchez. Pero el parque es tan extenso (543 km2 ) y variado que bien merece varias visitas.

Además esta excursión permitió que me reuniese de nuevo con antiguas y gratas amistades del IES Santos Isasa de Montoro, principalmente.

Como el programa era apretado, cosa habitual en este tipo de actividades, e implicaba un madrugón considerable, además de otras cuestiones (como el regalo de varias noches de hotel con el me obsequiaron los colegas del IES Medina Azahara por la jubilación) decidí viajar hasta allí el día de antes para unirme al grupo a su llegada a Doñana. A esta mi decisión se añadió el amigo Eladio quien de este modo me facilitó el viaje hasta Matalascañas, que hicimos en su coche.

Salimos de Córdoba a una hora prudente (sobre las 11:30) y llegamos a nuestro destino con tiempo holgado para alojarnos en el  Hotel El Cortijo, que resultó fenomenal, y comer tranquilamente. Bien entrada la tarde salimos a dar un paseo por la localidad hasta llegar a la playa, donde disfrutamos de una bella puesta de sol con algunas nubes. Cenamos en la terraza de un restaurante y luego tomamos un “disgestivo” en un un pub cercano (y aburrido ese día). De regreso al hotel Google Maps nos jugó algunas malas pasadas, pero finalmente conseguimos llegar a nuestro alojamiento.

Al día siguiente desayunamos allí y tomamos el coche para dirigirnos al punto de encuentro: El palacio del Acebrón, uno de los centros de interpretación del Parque. A nuestra llegada se encontraban en su aparcamiento casi todos los convocados. Esperamos un rato hasta que se incorporaron los demás y nuestra guía, que resultó una joven y simpática bióloga madrileña con mucha correa, como demostró ulteriormente ante nuestras continuas e ingenuas chanzas no carentes de cierta picardía.

Palacio del Acebrón al fondo

Del aparcamiento hasta el palacio recorrimos un camino recto con mucha vegetación, alguna natural y otra precedente de lo que fueron los jardines de ese palacio, que debieron ser magníficos en su época de esplendor.

El palacio, en pleno corazón del Parque, fue construido en los años ’60 del siglo XX por un personaje pudiente llamado Luis Espinosa Fondevilla. Tiene aspecto palladiano, tan del gusto de la Inglaterra del siglo XVIII. Pero al acercarnos a él tropezamos con una escalinata desconcertante, pobre en su aspecto, conservación y material, en contraste con su esplendorosa fachada blanca. Allí nos dividimos en dos grupos que haríamos un recorrido circular por los alrededores y en sentido inverso, cada uno con su guía. Me añadí a la que comandaba la susodicha chica. Comenzamos volviendo sobre nuestros pasos y nos encontramos con un “boliche” que, nos explicó, eran apilamientos de madera para hacer hornos de carbón, práctica habitual de los antiguos moradores de estas tierras.  Luego recorrimos pinares dentro de un sendero bien cuidado que albergaba muchas especies de la flora autóctona: helechos de varios tipos, zarzas, lirios amarillos silvestres… Y turberas dado lo pantanoso del terrero, atravesado por varias ¿algaidas? o vaguadas surcadas por pequeños cursos de agua.

Pasamos por una reproducción moderna de una de las chozas que fueron  vivienda de los tradicionales habitantes de la zona, en las que destacaba su techumbre a base de plantas cuyo nombre no recuerdo pero que al día siguiente veríamos vivas en el Camino del Rocío. Llegados a este punto nos cruzamos con nuestro otro grupo que hacía la ruta inversa. Y después nos encontramos con un árbol singular, creo recordar que se trataba de una encina centenaria con un tronco de notables dimensiones. Más adelante nuestra guía nos propuso un juego: debíamos ir en hilera, cogidos  por los hombros pero con los ojos cerrados… La experiencia no resultó catastrófica como me esperaba, y es que yo me lancé a ser el primero de la fila sobre una pasarela de madera entre un desnivel considerable respecto al río, si bien protegida por vallas de madera. Al terminar el juego nuestra guía nos mostró la señal marcada en un árbol del nivel alcanzado por el río en su última crecida: ¡Una barbaridad!

Enseguida completamos el circular recorrido avistando la ermita del palacio, contigua a él y ahora cerrada. Por lo visto tenía símbolos masónicos como los siete remates o candelabros que coronaban su tejado. Al parecer su propietario era miembro de la masonería. No acerté a descubrir otros símbolos masónicos en el interior del palacio, ni en su azotea. Por ejemplo, en su gran comedor los techos estaban decorados con dos frescos: uno el de la Creación del Hombre tomado de la Capilla Sixtina (Miguel Ángel) y al otro lado El rapto de las hijas de Leucipo, de Rubens.

Tampoco me resultó satisfactoria la explicación del porqué se habían laminado los rostros de dos grutescos de su uno de sus grandes muebles de madera. Tampoco me satisfizo la explicación de la decapitación del águila que coronaba todo el palacio: según la guía fue para que no pudiese ver mejor los territorios que dominaba su dueño que él mismo ¿? Este propietario que organizaba grandes fiestas (a veces de mala fama) y cacerías, acabó, según nos contó la guía, arruinado pasando sus últimos días albergado y cuidado por uno de sus antiguos empleados. Una historia trágica que merece ser estudiada con detenimiento.

Terminada la visita nos dirigimos a una zona cercana preparada para tomar pic-nics (o “hacer un perol” que diríamos en Córdoba), con mesas y bancadas de madera, se encontraba cerca del Centro de Visitantes de El Acebuche. Luego retirada al hotel para descanso y reanudar la actividad sobre las 17:30, con un recorrido senderista que comenzaba en la Laguna del Jaral para llegar a los acantilados de Matalascañas atravesando dunas elevadas.

Flores en el borde del acantilado de Matalascañas

Durante este recorrido, fuertemente ascendente al principio, se nos explica la flora característica que nos vamos encontrando: “lágrimas de no sé que reina”, enebros … Y algunas muestras de la vida animal: huellas, excrementos (de zorro), trampas cónicas en la arena de alguna especie de hormiga o araña ???. Al llegar al acantilado (impresionante), apreciamos una especie de “duna fosilizada”; en el panel informativo que existe se habla de “tubificación” por las acanaladuras existentes en este acantilado entre la superficie en que nos encontramos y la playa, a 15 o 20 metros de desnivel y que son fruto de un tipo de erosión. Alguno de nosotros intenta deslizarse por una de estas acanaladuras, la más amplia y practicable, que además cuenta con una cuerda, nuestro compañero llega hasta la mitad entre las voces que se preocupan del peligro. Me siento tentado de intentarlo, porque el rappel no es un problema para mí. Pero sí lo es la subida, pues no estoy seguro de mis debilitadas fuerzas (falta de ejercicio) para trepar después por la cuerda. Y no quiero montar un espectáculo y que al día siguiente aparezca en la prensa como titular: “Sexagenario rescatado por un helicóptero en Matalascañas”. Un cuestión de estética.

Retornamos, cuesta empinada al principio, pinos con líquenes verde limón y un mar de pinos en la llanura que nos espera. La guía nos propone “El juego de la perdiz” pero, sin oponernos explícitamente, somos conscientes de que nuestros espolones son mayores que los de un pavo real. Sin embargo, y como homenaje a nuestra estupenda guía, Eladio canta “El tomate”.

Regreso al hotel, allí telefoneo a la familia y después del aseo partimos hacia la el “Restaurante Matías”, donde nos espera una exquisita y opípara cena en un gran salón que ocupamos solo nosotros. Muy grata la sesión conversando entre amigos y recordando otros momentos de convivencia. Al terminar todo el mundo está extenuado, sin ganas de copa. Y regresamos al hotel siguiendo el camino en ángulo recto que transcurre paralelo a la carretera, más largo pero también más claro que el dédalo que Eladio y yo recorrimos la noche anterior. Al llegar al hotel todo el mundo se recoge. Y es que estamos agotados y nos espera la jornada siguiente.

Ésta empezó con el traslado hasta la aldea de El Rocío. Cuando llegamos allí, temprano, todo es calma. Nos distribuimos en vehículos todoterreno y comenzamos el recorrido del camino y su polvo/s (3) en dirección a otro centro de visitantes, nuestro próximo objetivo. Nos sigue acompañando la guía del día anterior, al menos en el vehículo en que me introduzco. Atravesamos polvorientos pinares hasta hacer una parada junto a una zona pantanosa llena de las plantas usadas en las chozas (una especie de juncos) y poblada por multitud de inquietos sapitos que cuidamos de sortear con nuestras pisadas. Vuelta a los vehículos y comienzo de un terreno inundado donde avistamos muchas aves, bien buscando alimento, bien en vuelo: varios tipos de garzas, “moritos” (una especie de ibis oscuros que volaban en grupo con forma de V con largo y  curvado pico). A lo lejos, en el horizonte, se distingue una franja rosada de decenas de flamencos. Y así llegamos al Centro de Visitantes “José Antonio Valverde”, donde tenemos un reposo con buenas vistas y algunos pueden tomar un café, pues la cafetería está ocupada por un grupo de jóvenes extranjeros con los que nos hemos ido alternando en el mismo trayecto.


Paraje acuático cercano El Centro de Visitantes "J. A. Valverde"

De regreso, y muy cerca del centro, hacemos una parada en una paraje acuático al parecer muy apreciado por los fotógrafos de la avifauna. Hay mucha agua, con ranúnculos y lentejas de agua y, al parecer, nidos de aves en sus orillas protegidos por la vegetación. Una extensa llanura donde se alternan agua, tierra arenosa y vegetación. Y regresamos a El Rocío, donde termina nuestra excursión y que a esas horas está repleto de gente, autocares y coches. Con bares atestados y un mal servicio. La aldea ha crecido mucho, muchísimo, en comparación con la que yo conocí en el año 1983 o 1984 cuando solo había algunas casuchas de hermandades y similares y nada de gente. El ambiente es caluroso, húmedo y polvoriento. Nuestros guías nos despiden en su tienda de souvenirs y luego nos dirigimos en coche hacia el restaurante elegido: “Punto de Encuentro”, que nos cuesta encontrar por el enorme crecimiento de la aldea, ahora con varias plazas parecidas y muchas y sólidas edificaciones nuevas. Menos mal que el restaurante estaba reservado, porque la masificación llega hasta allí. Es verdad que es domingo, pero se trata de un domingo cualquiera y, sin embargo, el santuario y sus alrededores están atestados de gente.

En el restaurante comemos bien en su terraza mientras contemplamos un pequeño grupo de jinetes que toma copas de vino desde su caballo, atado a una estructura de madera en las lindes de la terraza similar a las de los bares de los westerns. Del grupo me llama la atención un caballo con los ojos azules así como un jinete acompañado, también a caballo, de dos preadolescentes que parecen sus hijos.

Llega la cuenta y las despedidas. Ahora cada cual volverá a Córdoba a su ritmo. A veces nos alternamos por la carretera. Yo regreso en el coche de Eladio junto a Manolo Zurita. Me acercan al paseo de la Ribera sobre las 18 horas. Fin del viaje.


P.S.: Como esta crónica pretende ser lo más “interactiva” posible, sobre todo dadas sus carencias, os agradecería plasmaseis en los comentarios los nombres (científicos y vulgares) de especies animales y vegetales que pudimos ver durante los recorridos y que yo he olvidado. Al fin y al cabo esta una crónica en construcción, colaborativa, por lo que se puede ir enriqueciendo con vuestras valiosas aportaciones. Gracias.


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18.5.17

Viaje a Portugal 2017



 Escultura de Pessoa 

Nuestro viaje comenzó el domingo de Ramos con el traslado a Sevilla en un AVE. Allí cogimos un avión que nos llevó a Lisboa, El horario, cómodo, hizo que estuviésemos en nuestro alojamiento (Barrio Alto ) sobre las 16 horas. Allí no esperaba un chico que nos dio la llave y nos explicó todo lo relativo al apartamento contratado con Airbnb: agua calientes, wifi, etc…

Inmediatamente salimos a tomar un refresco dadas las altas temperaturas y nuestra sed. Lo hicimos en un quiosco en la cercana plaza de las Flores. Un bonito quiosco de traza modernista. Luego decidimos dar un corto paseo por los alrededores que resultó más largo de lo previsto: plaza del Príncipe y sus árboles, palacio ecléctico convertido en mercado en uno de los laterales de la plaza, convento  de san Pedro de Alcántara, mirador con casetas de todo tipo (souvenirs, abalorios, salchichas y otros alimentos…) Y al lado el famoso tranvía que sube una gran pendiente. De allí fuimos a las cercanas ruinas del convento del Carmen (semiderruido por el por el terremoto de Lisboa de 1755) pasando por la iglesia de san Roque. Y tomamos una cerveza en la terraza de la famosa cervecería A Brasileira junto a la estatua de Pessoa, en la que se fotografiaban sin cesar todo tipo de turistas (¿Habrán leído algo suyo? Si es así me alegro por la cantidad de visitantes). 

Nos retiramos ya de noche buscando un restaurante, pero es domingo y los vamos encontrando cerrados. Finalmente, y por suerte, encontramos uno abierto en la plaza de las Flores, a un paso de nuestro alojamiento, aunque hemos de cenar en el interior porque la terraza está toda ocupada.

Vaso de cerveza (Mº de la Cerveza)

2º DÍA (Lisboa)
Desayunamos en una pastelería cercana (TEASE)  aunque no tienen las magdalenas típicas. Luego tomamos un tranvía “petado”, con algún “pickpoket", que tarda mucho (por los atascos) en llevarnos a nuestro destino: el barrio de la Alfama, en el otro extremo de la ciudad. Nos dirigimos al castillo de san Jorge pero desistimos de entrar por su larga cola para acceder y porque su interior no tiene ningún interés, solo las estupendas vistas de la ciudad según aprecia Alberto, mi amigo y guía, que lo conoce bien. En fin, que parece solo un vistoso cascarón. De modo que andurreamos un poco por el barrio y nos detuvimos en sus miradores sobre el Tajo. Luego bajamos hacia la catedral románica con aspecto de fortaleza y penetramos en su interior. Lo que más me gustó fue el claustro (gótico), por sus arquerías y la excavación arqueológica que ocupa todo su patio y está explicada mediante paneles: restos, romanos, musulmanes y cristianos… Allí me hincho de hacer fotos. Y después seguimos bajando hasta la plaza del Comercio, donde tomamos una cerveza que resultó una de las más caras de mi vida (Museo de la Cerveza), aunque el marco arquitectónico y el curioso vaso en que la sirvieron merecían la pena. Y esto bajo una sombrilla, porque el calor apretaba. Tras la gratificante cerveza nos dirigimos a un restaurante recomendado ("Martinho da Arcada")  en un rincón de la susodicha plaza con un aire muy “proustiano”. Allí fuimos muy bien atendidos (a destacar el buen trato que dispensa la generalidad de los camareros portugueses, auténticos profesionales) y recibimos asimétricamente sus palmadas y carantoñas mientras degustábamos un exquisito “Bacalao a Bràs”, denominación que ha ido sustituyendo al más conocido por los españoles como “Bacalao Dorado”.

Retirada al alojamiento para la siesta (el calor persiste) y el aseo. Luego salida para cenar y sorpresa: enfrente de nuestro apartamento está abierto un pequeño y acogedor restaurante llamado “Trivial” donde pude degustar unos exquisitos, inauditos, higadillos de pollo en salsa dulce y al que volvimos alguna noche más a pesar de la poca empatía de sus joven camarera. Después copa en un colindante y semisolitario pub con sorpresa.

Palacio Real de Sintra

3er. DÍA (Sintra)
Tras desayunar en una especie de Café IKEA (CAFÉ LAB), toca visitar Sintra, una cercana y bella ciudad interior donde veraneaban los reyes portugueses; algo así como La Granja en España, en las laderas boscosas de sus montañas. Visitamos únicamente el Palacio Real con sus dos curiosas chimeneas que me recordaron a las de la Cartuja sevillana y a Gaudí. Había otros atractivos en Sintra, pero nos dedicamos exhaustivamente al palacio, que nos entusiasma y parece hecho para vivir: nada parecido a ese escaparate ostentoso que es Versalles. El día era casi veraniego, por lo que algunas flores del jardín del palacio se estaban chamuscando antes de abrirse completamente. El palacio presenta una gran variedad de estilos, desde el manuelino al mudéjar. Abundan los azulejos, como es corriente aquí, junto a artesonados y piezas de taracea de mármoles.

A la salida estábamos sedientos porque nos sigue acompañando el calor, que no esperaba en esta época y estas latitudes. Y es que, inopinadamente, el buen tiempo no nos faltó en toda la semana, de modo que volví sin usar los zapatos de goretex, el chubasquero ni el paraguas: peso muerto que transporté durante más de 1.500 kilómetros. Buscamos una terraza con sombrillas pero todo estaba ocupado por la masiva afluencia de turistas (muchos españoles). Enseguida tenemos suerte y un joven y simpático camarero nos busca un hueco a la sombra junto al tronco de un frondoso árbol. Después de trasegar con delectación el refrescante y rubio fluido, decidimos comer allí mismo, dadas sus excelentes condiciones y trato. Además de que la gazuza comienza a manifestarse después de la intensa y grata mañana. Y volvemos paseando tranquilamente hasta la estación dónde, casualmente, nos espera un tren que sale en 3 minutos para llevarnos de vuelta a Lisboa.

Por la noche, nueva incursión por los pubs de la zona con más sorpresas.


La Primavera (entrada al Museo Gulbenkian)

4º DÍA (Museo Gulbenkian)
En autobús nos dirigimos a este imprescindible museo lisboeta. Dasayunamos en una cafetería cercana a la parada dónde nos dejó el autobús, en una gran avenida en la que por fin pudimos catar la desea magdalena. 

Nos encaminamos al museo que se ubica en unos jardines con un toque de Frank Lloyd Wright y lo japonés, al igual que los edificios que albergan las colecciones. Nos decidimos por la antigua (la más valiosa). Y allí echamos la mañana disfrutando de sus piezas muy bien seleccionadas y expuestas: esculturas egipcias, cerámica griega, monedas y medallones grecorromanos, tapices y cerámica persas, cristal otomano, vasijas chinas y curiosos objetos japoneses (inros) . A continuación pintura, escultura y mobiliario de las edades moderna y contemporánea europeas: Rembrandt, Rubens, Rodin… para terminar en la coqueta sala dedicada a Lalique. Una gozada.

Salimos del museo y decidimos parar en un restaurante de barrio que nos sale al paso: se llama “Paco”. Después de la cerveza de rigor y tras consultar la carta nos decidimos a pasar al interior. Alberto se pidió un cocido (escueto de legumbres) y yo una “Perca del Nilo”, dada mi afición a comer pescado en los sitios de costa, que estaba exquisita pero que no pude terminar. Para rematar hemos desgustado una “vica” y un licor de guindas (ginjinha)  de la tierra, porque veíamos que se pasaban los días sin conocer de primera mano este licor, que me recordó al de Constantina y la Sierra Norte de Sevilla.

Luego vuelta a la tienda del Gulbenkian dónde compré su guía y obsequios: un pisapapeles con la libélula de Lalique y una baraja de cartas.

Libreria Lello

5º DÍA (Traslado a Oporto)
En mi libreta escribo desde un lujoso tren que nos lleva a Oporto. Vamos en 1ª y es una especie de AVE portugués que cubre el recorrido (330 km.) en 2 horas y 30 minutos, aunque a veces va muy lento y pasa muy cerca de las casas.

En fin, llegamos a Oporto sobre las 3 de la tarde (hora local) y había cola de espera para los taxis, pero cogimos uno rápidamente, a pesar de los espabilaos (la picaresca está internacionalizada) que se nos cuelan. Nos toca un simpático pero excesivamente parlanchín taxista y otro atasco de tráfico entre el puente de Eiffel (Puente de María Pía) y el de Luis I. Nos hace una propuesta para el regreso y acordamos con él que nos recogiese el día señalado: serán 20 €. Nos da su número de móvil para confirmar y cerramos el trato. Durante el trayecto no nos habla mucho de fútbol, al contrario que el taxista lisboeta que “pinchó en hueso”. Nos habló de sus carreras y visitas a Galicia, Zamora y Salamanca y opinó sobre lo bien que vivimos los españoles y nuestro alto poder adquisitivo (¡?).

La “casera” se retrasa un poco a pesar de que llegamos puntuales dentro de la “horquilla horaria” que le habíamos confirmado. Se ve que la chica había estado limpiando. Muy simpática y nerviosa, sobre todo tras volver de comprar dos copas de vino y rompérsele una. Salió también para comprar otro juego de sábanas, porque pensaba que solo utilizaríamos la cama del dormitorio y no la del comedor (sofá-cama de libro).

El apartamento resultó mejor que el de Lisboa, comenzando porque no olía a humedad como aquél. Es céntrico, en una bella y empinada plaza dedicada al príncipe “Enrique el Navegante”. Es verdad que la plaza tiene mucho ruido por el tráfico, pero por suerte el apartamento no da a la plaza porque está a sus espaldas y da a una recoleta placita de casas bajas, donde los niños estuvieron jugando y gritando mientras me echaba una siesta que necesitaba. Al levantarme tomé un relajante baño en la enorme bañera (otra ventaja con respecto al apartamento lisboeta). Después salí en busca de dinero y provisiones. No estaba o no supe encontrar la tienda de comestibles que me recomendó la chica y tuve que caminar por la orilla del río hasta encontrar una tiendecita donde me han tratado estupendamente. También compré tabaco “Português” y en el camino de vuelta lo probé: ni fu, ni fa.

Por la noche dos dirigimos a un centro comercial  moderno y nos sentamos en una terraza frente a la afamada, bella y vetusta librería Lello, ahora famosa por su aparición en una de las películas de Harry Potter que a estas horas está cerrada y sin sus largas colas para visitarla. Luego fuimos al pub Lusitano con la intención de cenar, pero en contra de nuestra creencia no servían comida y la recepcionista nos sugirió restaurantes cercanos en calles muy animadas. Nos decidimos por uno llamado Vingança (“Venganza” en castellano, aunque los portugueses son muy aficionados al juego de palabra: Vin, de vinho, vino). Lo elegimos porque no tenía lista de espera. Era una especie de restaurante “temático” atendido por jóvenes camareras y camareros que nos explicaron su “propuesta”: comenzar con un plato frío, seguir con otro templado y finalizar con otro caliente (lo que me recordó a las termas romanas). No recuerdo lo que tomé, pero el acogedor y moderno local, el atento trato y la comida nos gustaron.



6º DÍA (Oporto)
Mientras escribo en mi diario estamos sentados en una terraza de una amplia calle peatonal y tenemos enfrente a Zara.

Esta mañana nos dirigido en primer lugar a la catedral, de la que lo que más me ha gustado es su claustro gótico (aunque es románica). Allí Alberto aceptó que le hicieran una foto que podía comprar a la salida, lo cual terminó haciendo; venía acompañada de un librito ilustrado y un DVD con 8 fados. De remate le regalaron 3 puntos de lectura de los cuales me obsequió con uno a elegir: me quedé con el del fragmento de azulejos. Luego no dirigimos al puente de hierro doble (puente de Luis I) para ver si podía hacer una foto del puente Eiffel, pero no se veía bien y desistí.

Después visitamos un monasterio de clarisas en restauración del que solo pudimos ver la iglesia, muy barroca y recargada. De allí al Teatro Nacional de San Joao, dónde un niño nos dio un folleto u octavilla para que nos hiciésemos baloncestistas (!) e incluso tenían una pista de basket montada delante de su fachada. Tras ello, la cercana iglesia de San Ildefonso con escalinata ondulada. De allí a la oscura y borrominesca iglesia de las Ánimas, cuya oscuridad tal vez fuera debida a que es Viernes Santo y algunas de sus imágenes estaban cubiertas o ausentes.  Luego al mercado de Bolhao, como el antiguo de la Corredera. Con verduras multicolor y puestos de flores, souvenirs y bares.

Llegada la hora de comer fuimos a por los tópicos callos (tripas, tripeiros les llaman a los portuenses por un hecho al parecer histórico) al restaurante recomendado por Alberto. Por suerte no hubimos de esperar cola, como seguía ocurriendo en el Majestic. Nuestro restaurante, “O Escondidinho” resultó un lugar agradable, con buena decoración portuguesa y una música de fados tan discreta que solo al final descubrimos que lo eran. La mesa era un poco pequeña para tantas cosas: vasos, copas, cubiertos, flores, panes, mantequilla y aceitunas. Y el sillón de madera en que me sentaba no encajaba con la mesa, por lo que hube de comer con un tanto de distancia. Pero el servicio de los camareros, su profesionalidad, fueron proverbiales.

De vuelta al hotel al hotel para la siesta, me paré a comprar una nueva maleta, que previamente había visto, y también gel de baño para el previsto en la tarde.




7º DÍA 

En mi libreta comienzo a escribir con el boli nuevo que el día anterior compré (1 €) en la tienda de la maleta. Es extensible y de color dorado y azul  lapislázuli.  Estabamos sentados en una terraza frente a la Torre de los Clérigos cuya borrominesca iglesia acabábamos de visitar. A nuestra izquierda el edificio de la Universidad y la antigua cárcel (hoy Museo de la Fotografía) a nuestra espalda. 

Cuando iniciamos la jornada recorrimos la margen derecha del Duero (avenida de Gustave Eiffel) hasta rebasar el puente Eiffel (Puente de D. Maria Pia) para fotografiarlo por su lado iluminado por el sol a esa hora. Después cogimos el funicular para llegar a la catedral (Sé) y atravesar el puente de Luis I (de un discípulo o socio de Eiffel) para pasar al otro lado del río por su plataforma superior y ver un antiguo convento hoy, al parecer, utilizado por el ejército pero Patrimonio Nacional.


Atravesando el puente hay magníficas vistas sobre el Duero que se curva hacia su desembocadura. Luego nos dirigimos al barrio judío e intentamos comer una “francesinha” en un restaurante en el que está recomendada; pero estaba cerrado por descanso durante el puente de Semana Santa, al igual que otro cercano y también recomendado. Así que acabamos por entrar en otro pequeño en los alrededores donde también se servía el ansiado plato. Estaba regentado o atendido por una dulce anciana (parece que las mujeres portuguesas, o al menos las camareras, mejoran con la edad como el buen vino) y el que parecía su cincuentón hijo. Nos sirvieron con mucha tranquilidad; creo que se llama “Capela” y su retrete estaba pulcro y para llegar hasta él se ha de pasar por dos grandes “lareiros” o chimeneas, que sin duda debieron corresponder a una gran mansión dividida ahora en dos partes a juzgar también por la barandilla, cegada y empotrada en uno de sus muros; una barandilla en granito, potente, propia de una gran y señorial escalera.

La francesinha resultó más potente de lo imaginado. Y el precio magnífico, como se puede apreciar en el ticket (a mano) de la imagen:




Luego, de vuelta al apartamento Airbnb (tan controvertido estos días) compré de regalo una camiseta para Elena en una tienda de diseño, con las partes o capas que componen el susodicho plato, al parecer una tradición más bien reciente. Y tan denso que ni siquiera Alberto, que tiene “buen saque”, fue capaz de terminarlo. De modo que bien podrían quitarle el diminutivo. Pero las patatas fritas de guarnición estaban fenomenales, como las de antes en España. 

Como digestivo tomamos nuevamente ginjinha, cuya botella me pareció que abrían para nosotros y que estaba estupenda; no tan dulzona como la anterior.


La joya de la corona

8º DÍA (16-4-2017)
Despedida. Mientras escribo Alberto toma un éclair (literalmente “relámpago”, y en español conocido como petisú) de chocolate en un sitio también muy “proustiano” llamado “La joya de la corona” (al parecer porque albergó una joyería) no tan grande como el inaccesible “Majestic”. Previamente habíamos hecho un largo recorrido a pie hasta los “Jardines del Palacio de Cristal” y sus pavos reales enzarzados en un lento, aburrido, pero vistoso combate que no pude fotografiar porque se llenó la tarjeta de memoria de la cámara.

A la hora acordada nos recogió nuestro taxista para llevarnos al moderno aeropuerto de Oporto, donde tomaríamos un vuelo hacia Madrid, en el que –casualmente- viajaría también un famoso futbolista español con el que el piloto se fotografió al bajar.

Faltan las noches. Pero esa es otra historia…

P.S.: Se me han quedado en el tintero hablar de los grafitis y los tejados portugueses. Lisboa y Oporto me han parecido el paraíso de los grafiteros. En la capital lusitana sus contenedores de basura estaban decorados por artistas callejeros y en la segunda sus cajas de luz o de agua en las fachadas de las casas; además de grandes murales en en los laterales de algunos muchos edificios. O los diseños de “Arte sin dueño” (Arte sen  dono) pegados en paredes, etc. Esto puede deberse a que en Oporto hay una Facultad de Bellas Artes, lo que explica también la abundancia de tiendas para sus estudiantes. Y también que por fin pude tomar el “vinho verde” que no aparecía en las cartas de los restaurantes a los que acudimos, con lo que llegó un momento en que pensé que era una ilusión mía, frente al frecuente “vinho branco”, mucho más soso. Me gustó mucho. También la mayor tolerancia hacia los fumadores.

Y como una imagen vale más que mil palabras...

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11.5.17

PASEOS DE JANE 2017


Inicio de la ruta (Foto gentileza de Paco Madrigal)

Este año he vuelto a participar como guía en esta magnífica iniciativa que me parecen los Paseos de Jane. Si no lo he vuelto a hacer en sus últimas ediciones ha sido por falta de tiempo, que no de ganas ni ideas.

En esta ocasión me he ocupado de los nombres y lugares de sitios que recorrí en mi infancia y que, por las transformaciones urbanas de los últimos cincuenta años, se van perdiendo en el olvido.

Torre de los Perdigones (Foto tomada del blog Puerta de Osario)

No ha sido un paseo monumental. De hecho el único monumento que aun perdura es la Torre de los Perdigones de Córdoba, en la calle Juan Tocino. Lo demás han sido calles, plazas o solares cuyos antiguos nombres populares a veces se han ido perdiendo, debido a sus nuevos usos (residenciales) con jóvenes habitantes que desconocen su historia. Ha sido un paseo en el tiempo, por la memoria, mucho más que por la actual fisionomía de esta zona (tan poco atractiva, por otra parte).

El recorrido comenzó en la confluencia de las calles Muro de la Misericordia, Cárcamo y  Jardín del Santo Cristo (antiguo “Jardín del Piojo”). De allí seguimos por la calle Fernando de Lara, bordeando los restos de la antigua muralla almorávide hasta llegar a su lienzo donde quedan restos de la “Casa de los Locos” (antiguo Hospital Psiquiátrico).

Luego nos paramos en tres bocacalles de las que expliqué el origen de sus nombres (me gusta mucho la toponimia): calles Juan Tocino, Nieves Viejas y Pozo Dos Bocas. Y en los usos que tuvieron: huertos. Así rememoramos nombres: Huerto de Cecilia, Huerto de Cobos, Huerto de la Paja (el de mis abuelos)… Y las Costanillas, para finalizar en la plaza del Huerto Hundido, donde se encontraba el Cine Florida, cine de verano desaparecido como tantos otros.

Fin de la ruta: plaza del Huerto Hundido (Foto gentileza de Paco Madrigal)

Durante el paseo algunos asistentes intervinieron asentando o incorporando datos y recuerdos. Eran antiguos vecinos de la zona con cuya presencia no contaba y de los que no sé como tuvieron conocimiento de la convocatoria de este paseo. Fue grato.

Por todo ello seguiré apostando por los Paseos de Jane: pasear por la ciudad, en sí, es un placer; pero si la contemplamos como un libro abierto es mucho mejor. Agradable e instructivo.


Para los que vivimos en ciudades, los Paseos de Jane son un revulsivo y un estímulo para convertirlas en más visibles, más amables, más divertidas, más humanas.