25.1.22

Memorias de un niño probe (Autobiografía II)


Antigua fábrica de Fundiciones Alba, en la avenida de las Ollerías


Por aquellos años asistí a cuatro colegios. Uno se llamaba “Cristo Rey” y estaba regentado por crueles monjas que nos tiraban de las patillas; se encontraba en la esquina de la plaza del Rector con la de Santa Marina. Luego asistí al Grupo Escolar Colón y después al Colegio Ferroviarios, en la otra esquina de los jardines de Colón. Y allí estaba el temible don Tomás, enorme, que se cebaba con nosotros los sábados por la mañana, dedicados a la catequesis.


En verano mis hermanos y yo acudíamos a una escuela que creo recordar se llamaba “Padre Manjón” y se encontraba en la llamada “Puerta del Campo” como se conocía entonces a este tramo de la avenida de las Ollerías (entonces denominada Avenida del Obispo Pérez Muñoz) y colindante con el entonces llamado “Jardín del Piojo” hoy inicio de la calle San Antonio de Padua. De adulto comprendí que esa “Puerta del Campo” podía corresponder a la “Puerta Excusada” de época árabe, aunque no daba exactamente al campo sino a un arrabal extramuros dedicado a la alfarería, que se descubrió hace unos años en el lado norte de las Ollerías y del cual se ha conservado el basamento de un alminar y un horno cerámico del siglo XVIII.


Pues bien, en una mañana veraniega en la cual mis hermanos y yo nos dirigíamos al Padre Manjón había un barrendero que baldeaba la avenida con una potente manguera. Así que ,según la moda, los tres gritamos: ¡“La manga riega y aquí no llega”! Ante tal provocación el barrendero enfocó la boca de su manguera contra nosotros y nos puso chorreando. No importaba, era verano.


Esa escuela veraniega se abría con un amplísimo patio repleto de naranjos y con una fuente en el centro cuyas filtraciones acuáticas regaban el suelo de tierra superpoblado de avispas; de modo  que  los niños (autodefensa pero también crueldad infantil) nos dedicábamos a matarlas durante el recreo con el método de usar un paño humedecido lanzado como proyectil en el que  quedaban atrapadas o simplemente  muertas por el impacto.


Poco después mis padre y hermanos se trasladaron a una casa de vecinos en el cercano Barrio Gavilán, próximo al Zumbacón de tan mala fama en aquellos años. Yo permanecí un tiempo con mi abuela y tíos en Muro de la Misericordia. Mientras, mis abuelos paternos residían en una vivienda con extenso huerto en la también cercana calle Juan Tocino, en las Costanillas. En el huerto había una alberca que mi abuelo encalaba cada verano para que nosotros, sus nietos, nos solazaremos en esa época de calor. Estos abuelos después dejaron el huerto y se trasladaron también al barrio Gavilán, justo enfrente del a casa de vecinos en la que residíamos. Pero mi abuelo, ya jubilado, seguía trabajando como guarda en la fábrica de curtidos (Tarradas) en la cual había trabajado toda su vida y que se encontraba en la calle Molinos Alta (hoy avenida), y allí también nos preparaba una alberca para disfrute del verano. Recuerdo que  en esa grande y ya inactiva fábrica mi abuelo estaba auxiliado en sus labores de guarda por una enorme perra poco amistosa -por su función- a la que no nos atrevíamos a acercarnos por miedo a pesar de que mi abuelo la controlaba. Esta perra un día cayó en una de las profundas pozas de la tenería semicubierta por agua; era una de las pozas o estanques donde se sumergían los cueros antes de curtirlos. Pues bien,  mi abuelo siempre tan sobrio y escueto de palabras, un auténtico cordobés que no decía ni ”mu” y  se mostraba muy “pasota” (a los nietos solo nos daba un seco beso al recibirnos, sin palabras) encargó que salvaran a la perra del mortal atolladero, de aquella trampa semiinundada. Lo pagó de su bolsillo. A veces, al terminar su jornada, cuando lo visitábamos, nos llevaba a la cercana taberna “El Pancho” frecuentada por aficionados a los toros (era el barrio del Matadero), y mientras se tomaba un medio de vino a los nietos nos invitaba a un refresco.


4.1.22

Memorias de un niño probe (Autobiografía I)



Nací en el año 1957 en la casa nº 1 (hoy 3) de la calle Muro de la Misericordia, en el barrio de Santa Marina. Era el primogénito y luego me siguieron 3 hermanos. La casa era una casa de vecinos en la que vivíamos cuatro familias: Tránsito y su marido Pepe (ferroviario jubilado),  Maruja y su marido (los caseros) en el piso superior y Pepa y nosotros en la planta de abajo con un extenso patio al que daban todas las habitaciones, además de albergar el retrete y una minúscula cocina. Allí mi familia era una familia extensa, conforme a la época: mi abuela materna (Paca), mis tíos paternos solteros sempiternos (Rafalita y Peperrete, que fueron mis padrinos), mis padres (Juanele y Carmen, que no Mari Carmen) y la prole: mis hermanos Pepe y Juani (Juan Manuel) y mi hermana Mari Carmen (esta vez sí con el María por delante) y yo. Todos nacimos en la casa y aún recuerdo el día que nació mi hermana, que además era la benjamina y vino unos años rezagada, porque los hermanos nacimos consecutivamente un año tras otro. 


Allí nos bañábamos en una baño de cinc que las mujeres de la familia calentaban con ollas de agua. Recuerdo esos domingos en que mientras nos aseábamos sonaba la retransmisión radiofónica  de fútbol por la tarde (no teníamos televisión, era cosa de ricos en aquellos años). En verano la cosa era más fácil y divertida: se ponía el baño en el patio con agua a calentar al sol durante el día y por la tarde a disfrutar del agua, tanto del barreño como bienvenidas duchas o cubetazos de agua. El patio estaba habitado por una tortuga y alguna rana que respetábamos cuidadosamente. Y es que nuestra familia nos inculcó siempre el amor por la naturaleza a pesar de su vida humilde. Siempre que íbamos de perol al arroyo Pedroche, al Cañito Bazán (hoy más o menos El Patriarca o La Arruzafa) o cualquier otro sitio, se cuidaba de apagar la candela y de recoger los restos de comida para que todo quedase “tal y como lo encontramos”. Mi padre, que le gustaba mucho el campo, salía a coger espárragos (tenía una vista muy fina de la que yo jamás disfruté) y setas, y me enseñó que no se debían arrancar los espárragos sino cortarlos, al igual que las setas (níscalos) porque así volverían a brotar en la temporada siguiente.


En los aledaños de aquella nuestra casa había más casas de vecinos y más niños, con los que jugábamos tanto en la calle como en los espaciosos patios. La casa de enfrente albergaba el obrador de Emilio, que hacía barquillos para los helados, y algo de sobras y recortes trincábamos. La casa tenía dos patios, uno a la entrada, empedrado, con plantas de sombra y el segundo, más interior, donde estaba el obrador. Esa casa asolada, se convirtió en una casa familiar edificada de nuevo para unos constructores cordobeses entonces potentes; hoy sigue así aunque con las puertas cerradas a cal y canto. De aquellos amigos recuerdo a Andrea, que vivía en el Horno de la Palma, y un chico que aparecía de vez en cuando, porque iba a visitar a su abuela en la calle Vera; y fantaseaba con un tal Enrique, tal vez el mismo, o tal vez relacionado con la cercana OJE, al que tenía por mi protector. Y sí, es que me afilié a la cercana OJE, en la cercana calle Adarve, para poder jugar al ping-pong. Allí, a sabiendas de mi breve afición por la música (la bandurria), me obsequiaron con un libro de partituras y letras hoy perdido. Muchos años después supe que en la casa de enfrente vivían Ana Ruiz y su familia, cosa que supe porque a la olvidada Ana la encontré de compañera en mis estudios universitarios y me lo hizo saber.


De mi vida en esa casa recuerdo su amplio patio y uno de sus lados, el oeste, condenado por ruina. Y en la planta superior de ese mismo lado la galería, también deshabitada por peligro de derrumbe, y sobre la que mi madre me contó que se oían carreras debido a un fantasma o maldición por una promesa incumplida….