3.12.21

El cómitre y la chusma (Libro de Antonio Gallo)



El cómitre y la chusma es una novela negra, aunque con múltiples hibridaciones: monólogo interior, objetalismo,  prosa poética… A pesar de influencias tan dispares, Antonio Gallo logra crear un producto literario muy original y personal, bastante inclasificable en el fondo. Gallo maneja bien y con ironía las convenciones del género negro y, dentro del género, de las novelas de sicarios. Hay una ligera alusión a las mafias del narcotráfico en el capítulo 31 irrelevante para el discurso de la acción porque su sicario actúa solo y dice emplear la violencia únicamente con indeseables.  Su escrúpulo por la verosimilitud le lleva a ciertos excesos en la descripción de los tres encargos del final de la novela, de un expresionismo a veces brutal que deja sobrecogido al lector, como cuando saca el globo ocular con el lápiz que lleva en el bolsillo a su tercera víctima. Pero estos capítulos son paréntesis y no alteran el tono melancólico, muy a lo Pessoa, de la mayor parte de la novela. 


El libro consta de dos partes claramente diferenciadas: el relato corto titulado “El Siluro”, presentado a un concurso literario en 1999, y la novela propiamente dicha, escrita diecisiete años después, o sea, en 2016. El autor advierte en nota a pie de página que es una “cita” pero el lector no descubrirá la relación hasta el capítulo 13 y, sobre todo, el capítulo 31, el único claramente retrospectivo que colma el lapso temporal entre las dos narraciones. Porque a mitad de la novela descubrimos que en ambos casos es El Siluro su protagonista, con bastante perplejidad porque el contraste de estilo narrativo es llamativo. 


“El Siluro” es una narración trepidante, de frases cortas y afirmaciones tajantes, de sucesos encadenados orientados a la consumación de un plan: matar a la esposa incómoda de un cliente. La intriga del relato gira en torno a las precauciones del protagonista para asegurar su ejecución, pero desde el mismo comienzo del relato aparece el presagio de lo imprevisto (el camarero  le sirve un café con sal en lugar de azúcar), que anuncia la irrupción del azar al final del relato, cuando acaba de matar a la señora y aparece una criada filipina: lo imprevisible como “forma geométrica del caos”, una expresión que habría gustado a nuestro recién desaparecido Antonio Escohotado. Pero también hay algunas afirmaciones inquietantes que la extensión del relato no permite desarrollar y que adquirirán mayor densidad en la novela propiamente dicha: “todos nacemos muertos”, “la vida es sólo un parpadeo de un sueño que sueña”, “el cuerpo, además de una herramienta de placer, es un obstáculo, un error. A ese obstáculo y a ese error lo llamamos vivir”. El sicario está convencido de que todos estamos muertos, o al menos deseando morir, lo que comprueba por la escasa resistencia de sus víctimas en el momento fatal. Pero, sin embargo, cuando se dispone a liquidar a la criada le sorprende su deseo de vivir, un deseo de vivir que explica quizá la continuación de la novela. 


En cambio el comienzo de la novela propiamente dicha nos introduce en  un relato muy diferente: una narración que discurre lenta, introspectiva, meditativa. Nos encontramos al personaje y narrador esperando en el andén de Méndez Álvaro mientras lee y subraya unos libros de Benet y Caballero Bonald con un lápiz de grafito, al que saca punta de vez en cuando. El personaje está tan absorto que pierde varios trenes. Se debate acerca del valor simbólico de esos libros y de la literatura en general, el valor de la ficción y la consistencia de la realidad. Su voluntad de mantenerse en el presente de indicativo y de ignorarse a sí mismo impide que sepamos realmente quién es. Sólo tras acompañar al personaje en sus distintos momentos descubrimos que ha trabajado siete años en los Astilleros de Cádiz, como soldador; que hizo distintas travesías en barcos mercantes dedicados también al narcotráfico y que, por tedio, deja el mundo del mar y,  tras comprarse una casita en Las Alpujarras, empieza a aceptar encargos de sicario. Pero todo esto lo sabemos por el único capítulo retrospectivo que incumple el principio del presente de indicativo, ya muy avanzada la novela (capítulo 31). Los datos más inmediatos del personaje es que vive solo con su hija pequeña en Madrid, en un piso de sesenta metros cuadrados en el Paseo de San Illán, que está a punto de perder un trabajo de reponedor a media jornada,  que no sabe si tendrá dinero para pagar el alquiler del piso y llegar a fin de mes. También sabemos que su mujer se fugó con un tasador de fincas tras la lactancia. 


Aunque esta dura realidad acabe siendo imperativa y precipite el final de la novela, lo que ocupa las reflexiones de El Siluro son los problemas existenciales que plantea esta realidad concreta: la soledad, la desolación, el paso del tiempo, la vida y la muerte, la urgencia sexual, la locura, la realidad, la ficción, la preservación de la felicidad de su hija… Con esa historia cualquiera habría hecho una novela de realismo social de denuncia pero para El Siluro y para el mismo autor ello habría supuesto perderse en interpretaciones de dudoso origen que lo habrían alejado de la realidad concreta que pretende transmitirnos.


Es un sicario realmente peculiar, que dice haber leído a Schopenhauer en una travesía, que escribe cuentos y relatos desde niño,  que guarda en carpetas, que se debate entre la realidad y la ficción… lo que sugiere irónicos comentarios al propio protagonista, que se anticipa así a la incredulidad del lector: 


“En el espejo de los urinarios del bar-cafetería Kantuta veo reflejado mi rostro. ¿Qué rostro? Nada hay de verosímil en él, salvo su irrealidad. ¿Qué puede haber de cierto en un hombre que fue soldador, pirata y mercenario de sí mismo, que ocupó y ocupa las horas muertas en alta mar leyendo El mundo como voluntad y representación? Lo único que me salva de la inverosimilitud es mi hija. “ (p. 176).


Aunque, como nos dice El Siluro, cosas más raras se han visto:


“No, no hay delfines que vuelen por la misma razón que por la que no abundan los peces de agua dulce aficionados a escribir cuentos ni cangrejos de río cuyos libros de cabecera sean de Bernardo Soares y de Alberto Caeiro. Aunque también es cierto que cosas más raras se han visto, de todos es sabido que de vez en cuando nacen corderos con dos cabezas…” (p. 122).


Pero, pasemos a analizar ya la novela. 


La historia transcurre a lo largo de algo más de un año. Empieza con las lluvias del otoño y se prolonga hasta un 16 de febrero. Como el narrador quiere que sintamos lo que está experimentando en cada momento concreto, ahí y ahora, los cambios de luz, de temperatura, estacionales y su reflejo en la ciudad están descritos con morosa atención: la lluvia, la bruma, el calor sofocante del verano, las variaciones de los distintos tonos de luz en edificios y arboledas…; y, por supuesto, los olores: a óxido, a serrín, a humus… Algunas fechas tienen cierto relieve: las Navidades, los Reyes, el calendario escolar.


La novela está narrada en primera persona  por el protagonista, que intenta transmitir de manera instantánea la vivencia inmediata lo que implica trascender los límites entre lo interno y lo externo:


“Aprendo ahora que el amor es una geografía de intimidades, y que el paisaje que contemplo fuera es el mismo que llevo dentro, porque no hay fuera ni hay dentro” (p. 62)


Es la soledad la que exacerba la conciencia y la que bloquea el encuentro con la realidad. La manera de trascender esa soledad será el amor; es decir, la afirmación de esa realidad. Pero ello supone tener en cuenta el cuerpo experimentado como barrera, como dolor, como interferencia interna que distrae del logro. Aunque a lo largo de la novela comprobará cómo el amor físico, el sexo, lo esponja y lo abre al exterior: 


“No es lo mismo besar a la mujer que se desea que volver a abrir el libro que llevo en el bolsillo […] y volver otra vez a las breñas. No es lo mismo. A la mierda con las breñas. Llevo demasiado tiempo sin tocar la realidad, y se me nota” (84)


 “Vuelvo a casa más real de lo que salí unas horas antes, tal vez (por decirlo de una manera sucinta) menos compacto, más lleno de poros a través de los cuales entra y sale el aire con facilidad” (p. 157)


La conquista de la realidad se plantea como una negación de la voluntad (no en vano nuestro protagonista ha leído a Schopenhauer), un anularse en la pura visión y en la acción. Supone una ascesis literaria, un abandono de los mitos y los simbolismos (ejemplificados en las lecturas de Benet y Caballero Bonald); una ascesis temporal, vivir en el presente de indicativo, y emocional (ignorar los temores del pasado y las esperanzas de futuro). En definitiva, un vivir al día e ir tirando.


La permanencia en el presente va más allá de una ociosa gimnasia mental. Es la manera que tiene el personaje de proteger su vida y la de su hija del oscuro pasado, aunque a trancas y barrancas, pues no puede dejar de vivir pendiente de los pasos en la escalera o el ruido del ascensor.


El protagonista luchará a lo largo de toda la obra con sus fantasmas literarios (a los que se encuentra incluso por la calle),  utilizando su látigo de cómitre sobre los lomos de los galeotes de la estantería. Pero también es una batalla con las palabras y las estructuras lingüísticas del pensamiento vistas con la ajenidad lacaniana de la extimidad: limitarse a nombrar las cosas como un nuevo Adán, desconfiar de las palabras, permanecer en el presente de indicativo, a veces en un gerundio, y todo lo más en un futuro inmediato, cuando ejecuta sus encargos de sicario al lograr anticipar, como un relámpago temporal, lo que va a suceder uno o dos segundos después.


Pero no deja de ser un empeño paradójico como todo esfuerzo místico o como la búsqueda de la transparencia del lenguaje de un Wittgenstein nos deja entrever; pues depuración y quietismo conducen al silencio y a la afasia. La abolición de la ficción defendida por un personaje que cuenta y escribe, que, por tanto, hace ficción, es un trampantojo barroco, la mano que sale del marco del cuadro pintado.


Y un empeño baldío, porque desde el mismo comienzo de la novela aparece el mar como símbolo:


“Soy un hombre al que le da miedo adentrarse en el mar y abandonar el presente de indicativo” (p. 31). 


El mar como límite de lo real, como línea de flotación de la cordura y el logro, el mar de la verdad; un mar que se oye a intervalos y que finalmente acaba inundando la ciudad de Madrid.


Y qué decir del pez siluro, el animal feroz que duerme en sus profundidades pero que de vez en cuando abre los ojos dispuesto a desencadenar la violencia más extrema cuando olfatea la proximidad de la chusma. ¿Quiénes son la chusma? A veces tiene un significado alegórico: los libros de su estantería; otras, más real: las muchedumbres anónimas que inundan el centro de Madrid los días de Navidad, la vacada de padres a la salida de los niños del colegio, la chusma juvenil que acude al parque, la fila de mujeres haciendo cola para entrar en el servicio, y, en fin, las arañas que pueblan las aceras de Madrid. 


Por tanto, el personaje acaba comprendiendo, a través de su hija, que cambia el nombre a las aceras y a las farolas, que el lenguaje también puede ser un juego.


No anticipamos más de la novela para mantener el apetito de leerla. No está bien contar el final, ya sabemos. Pero a la largo de la novela hay una evolución del personaje que se debate entre el tedio y la trivialidad, como no podía ser menos en un lector de Pessoa. Los giros de la novela dependen de las urgencias económicas y de la indignación con la chusma y de un momento de desconfianza en el presente de indicativo que precipita el desenlace.


Os invito, pues, a disfrutar  una obra hermosa que os acompañará en el desafío de enfrentarse a las perplejidades que significa vivir. 


Autor: JUAN SALVADOR


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